Palabras de espiritualidad

¿Es el hombre superior a la mujer?

  • Foto: Benedict Both

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El hombre debe amar y cuidar de su esposa, tal como Cristo lo hace con la Iglesia. Aunque es el Señor, no la subyuga ni la somete, sino que se sacrifica a Sí mismo por ella, “para santificarla” (Efesios 5, 26). Luego, esa primacía del hombre en el matrimonio se manifiesta como un deber de amor, servicio y sacrificio por su esposa.

La igualdad en general —de la misma forma que la igualdad de derechos del hombre y la mujer en el matrimonio— es absoluta, porque ante Dios todos somos iguales: “No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3,28). El hombre y la mujer tienen la misma naturaleza humana. La diferencia estriba en “sus particularidades físicas”.

Observemos cómo profetiza, en su calidad de ser creado por Dios y lleno de luz espiritual, nuestro protopadre Adán, cuando ve a la mujer, creada a partir de su propia costilla: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. “Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada”. ¿Hemos observado cómo Adán se hizo digno de participar de la comunión con el Espíritu Santo y la Gracia? ¿Hemos comprobado cómo sus palabras de asombro se han hecho válidas de generación en generación, hasta el fin del mundo?

Y, haciéndose evidente su carisma profético, Adán dice que “por ella” (es decir, por la mujer) dejará el hombre a su padre y a su madre, y “se harán una sola carne. Es evidente que Adán lo que hace es profetizar, porque él no tenía padres (terrenales). “Debido a que ambos son seres humanos y que la mujer y el hombre no parecen tener una naturaleza distinta, es que ambos comparten la misma condición y, en consecuencia, la misma virtud”, dice Clemente de Alejandría.

En verdad, en la Santa Escritura nos encontramos con una cierta primacía del hombre, como en I Corintios 11, 1 y ss. Ahí dice que “el hombre es la cabeza de la mujer; no obstante, a pesar de que el varón no fue creado para la mujer, sino la mujer para el hombre, esa preeminencia no significa supremacía del primero sobre la segunda. El hombre tiene primacía especialmente en lo que respecta a las obligaciones y no en lo atinente a los derechos, porque la voluntad de Dios es la sumisión recíproca de los esposos: “sométanse el uno al otro, en el temor de Cristo. El hombre debe amar y cuidar de su esposa, tal como Cristo lo hace con la Iglesia. Aunque es el Señor, no la subyuga ni la somete, sino que se sacrifica a Sí mismo por ella, “para santificarla” (Efesios 5, 26). Luego, esa primacía del hombre en el matrimonio se manifiesta como un deber de amor, servicio y sacrificio por su esposa.

La superioridad del hombre, tal como aparece en la Santa Escritura, constituye la expresión de la voluntad de Dios. Negar esa preeminencia es negar también la voluntad divina, cosa que fuera combatida por el Apóstol Pablo en I Corintios 11, 2-16; sin embargo, ¿entiende el varón esa superioridad? El hombre no es, sino que tiene el deber de convertirse en eso que Dios desea, es decir, ser la cabeza de la mujer. Esto significa que debe comportarse con ella de la forma en que Él lo desea.

Si la mujer considera que su rol en el hogar deviene en sometimiento, buscará liberarse de esa opresión y mostrarse superior a su marido. De igual forma, si el hombre percibe el amor de su esposa como una debilidad y dependencia, empezará a abusar de este y buscará cómo someterla. Pero todo esto constituye ya un estado de decadencia.

(Traducido de: Gheronda Iosif Vatopedinul, Dialoguri la Athos, Editura Doxologia, p. Iași, 2012, p. 127-129)