Palabras de espiritualidad

Haciendo de la Palabra de Dios la cultura de nuestra alma

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

El Señor dice que Sus ovejas le temen a los extraños, porque no conocen su voz. Es decir, no reconocemos en la voz del extraño el llamado a la vida.

Hablemos de la “cultura”. ¿Cómo podríamos definirla? He oído de muchas personas, tanto en Occidente como aquí, en Rumanía, que, buscando vivir bien, anhelando llevar una vida correcta, digamos, han comprobado con estupefacción cómo, en nuestros tiempos, con el nombre de “cultura” se denomina a toda clase de perversiones, pasando por el desenfreno y otras cosas semejantes... todo lo que el hombre podría imaginarse. Podría decirse que tienen razón aquellas palabras, que dicen que “cultura” es eso que cultivamos. Pero, atención, porque lo que cultivamos es lo mismo en lo que devenimos.

Así pues, “cultura” es todo lo que cultivamos. El mismo trabajo agrícola es “cultura”. También el cultivo del pecado es una “cultura”, insensata, pero “cultura”. Ahora Dios nos llama a cultivar en nosotros lo que pertenece a la vida. Dios, Quien hizo al hombre, Quien sabe de qué está hecho el hombre, Quien sabe en dónde está la verdadera esperanza del hombre, Dios, Quien ve al hombre desesperanzado, buscando vida en donde se ve sepultado en toda clase de muertes —y finalmente, en la muerte misma—, buscando vida torpemente, en todo aquello que le parece ser realización o placer. Pero, Dios, en misterio, sabe qué es lo que anhela el corazón del hombre, y a esa esperanza responde con Su palabra. Y Dios nos invita a hacer de Su Palabra nuestra “cultura”.

Mas Dios no trabaja con “informaciones”. Muchos pensadores, filósofos y científicos dirigen muchas interrogantes a la Iglesia, como: “¿Por qué no existe un dogma para... ?”, “¿Qué pasa con los niños que mueren sin haber sido bautizados?”, por ejemplo. La Iglesia —y diría, la “cultura” de la Iglesia— no busca informarnos de quién sabe qué cosas. Dios, por medio de la Iglesia, busca hacer partícipe al hombre de algo de Su vida; si este lo acepta, podrá llegar más lejos, porque, como dice en los Salmos, “Lo profundo lleva a algo más profundo”. El hombre, profundizando, descubriendo los abismos de los misterios de Dios, busca aún más y avanza más, no “estudiando”, sino “viviendo”. Y llega hasta donde un buen día habrá de saber todo lo que Dios sabe. (...)

Dios dejó libre a Adán, porque Adán tenía que probarse su libre albedrío con sus propias experiencias. Y Adán se halló con otra palabra frente a frente: la serpiente vino y le dijo —creo que la serpiente era el símbolo de la sabiduría, porque se dice que era el más inteligente de los animales—, con voz suave: “Si comes del fruto de aquel árbol, no morirás”. Y Adán, creyéndole, no a Dios, sino a la serpiente, hizo lo que le pareció correcto. Y se despertó, tal como le había ofrecido la serpiente. “Se te abrirán los ojos y conocerás el bien y el mal, porque Dios conoce el bien y el mal, y te harás como Él”. Y, ciertamente, a Adán se le abrieron los ojos. ¿Pero, qué misterios divinos se le revelaron a Adán cuando abrió los ojos? ¿Cómo podría decirse que se había vuelto inmortal y omnisciente como Dios, cuando al abrírsele los ojos, como efectivamente sucedió de cierta manera, se avergonzó al verse desnudo? Adán se avergonzó ante Eva y Eva ante Adán, y ambos se escondieron con vestimentas hechas con hojas, y cuando oyeron que Dios volvía al Paraíso, se avergonzaron ante Él. Luego, ¿es que la vergüenza es el estado de Dios? Vemos, pues, que recibieron una palabra que era necia, y la energía de esa palabra enloqueció al hombre, porque una necedad siempre lleva a otra. Se desvistió del ser con el que estaba vestido, y se vio desnudo y avergonzado tanto ante Eva como ante Dios, y se halló apartándose cada vez más de Dios, porque, cuando Él vino, Adán se escondió bajo los árboles del Paraíso. Pero, ¡lo que habría sucedido si Adán hubiera obedecido y creído en Dios, mucho más que en las palabras del otro...!

Y este es el propósito del hombre. La obediencia a la voz de Dios. El Señor dice: “Mis ovejas escuchan Mi voz y me siguen. La voz del extraño no la escuchan, sino que le temen, porque no lo conocen”. Luego, como ovejas de Cristo, aprendemos a confiar en Dios. Aprendemos a entender Su voz (que es una mística, del mismo modo en que la palabra es también un misterio de las energías de Dios), partiendo de una experiencia moral con la cual se nos desarrollan determinados sentidos. Empezamos con un cierto temor —que es también una energía que vela—, y ese temor desarrolla una percepción: la capacidad de distinguir la voz ajena de la del Padre, la voz de Aquel que nos lleva a la vida eterna. En palabras de Dios mismo: el hombre, viéndose atraído a la vida, advierte la muerte allí en donde no escucha la voz de Dios.

Por eso es que el Señor dice que Sus ovejas le temen a los extraños, porque no conocen su voz. Es decir, no reconocemos en la voz del extraño el llamado a la vida. Pero esto es algo que está en la esencia del hombre, en mayor o en menor medida, sentido que se desarrolla con la experiencia de la palabra divina. Se desarrolla, y en ese desarrollo consta algo de lo que podemos llamar “cultura del espíritu”.

Así es como empiezan a espiritualizarse los cinco sentidos, que, espiritualizados parcialmente al comienzo, nos llevan poco a poco a un conocimiento más cierto de Dios, hasta llegar a una familiaridad con Él. En la medida en que estos sentidos no son espiritualizados, se transforman por medio de la cultura —entendida como cultivación— de la Palabra de Dios.

Pienso ahora en otro llamado de la voz de Dios. “¡Escucha, Israel!”, entendiendo Israel como el pueblo de Dios. ¿Cómo escucharle? El oído es algo que en la Iglesia llamamos “obediencia”. La “obediencia” es, en primer lugar, escuchar la palabra. Entendemos la “obediencia” como una disciplina: “escuchar” a alguien. También en esto hay una verdad, pero que no es la esencia de la obediencia. El efecto de la disciplina viene de lo que espiritualmente llamamos obediencia, pero es solamente un efecto, un efecto secundario. Haré una comparación. Sucede lo mismo con el niño en el vientre materno —de acuerdo a ciertos estudios, el oído es el primer sentido que desarrolla el embrión—, quien es capaz de escuchar la voz de su padre a través de los tejidos del útero. Bien, algo semejante ocurre en nuestra experiencia espiritual. A través de los tejidos de este mundo, de esta materia, aprendemos en el Espíritu a escuchar y distinguir la voz del Padre. Entonces, la obediencia, antes o más allá de ser una disciplina, es un escuchar, un discernir. Discernimos, así, la voz que conocemos de nuestro Buen Pastor y la diferenciamos de la del extraño, al cual reconocemos como ajeno a nosotros.

Desde luego que la obediencia puede llevar a la materialización. Escuchamos algo y actuamos después de escuchar. Esto se llama “obediencia”, o, diría, “cultura”. Así las cosas, el hombre, siguiendo las guías que escucha, cultiva en él la experiencia de esas directrices, tal como Adán, atendiendo la invitación de la serpiente más que a la palabra de Dios, sin darse cuenta, empezó a cultivar la muerte, hasta caer en ella. De la misma manera, cultivando la Palabra de Dios, cultivamos en nosotros la semilla de la vida y, para decirlo de alguna forma, “caemos” en la vida (pero no es que caigamos, porque se trata más bien de un ascenso). Cultivando la semilla de la vida, esta dará frutos, conformando una cultura entera. Decía que también el cultivo de la tierra es una “cultura”, una cultura de la tierra, esa misma que soy yo.

(Traducido de: Ieromonahul Rafail Noica, Cultura Duhului, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2002)