Hagamos un ejercicio de “contabilidad” con las cosas que decimos y las que desearíamos decir
Examina bien todas las cosas que vienen a tu corazón y que desearías pronunciar, antes de que lleguen a tu lengua, y descubrirás que a muchas de ellas es mejor no dejarlas salir de tu boca.
No te extiendas conversando con quien no te escucha con agrado, para no incomodarlo y para evitar que llegue a detestarte, porque está escrito: “El que mucho habla se hace odiado” (Eclesíastico 20, 7).
No hables con dureza y en voz alta, porque ambas formas de hablar son molestas y pueden causar sospechas de que lo que dices son simples trivialidades y veleidades. No hables de ti mismo, de tus negocios o de tus relaciones, si no es imperioso ni necesario. Y cuando lo hagas, habla de forma breve y concisa. Si te parece que otros hablan demasiado de sí mismos, no intentes imitarlos, aunque sus palabras parezcan humildes.
Habla lo menos posible de tu semejante y de lo que a él concierne, y cuando lo hagas, refiérete solamente a cosas que le son favorables (recuerda respetar el mandato de San Talasio: “De las cinco formas de hablar, elige solo tres. Usa la cuarta lo menos posible y evita siempre la quinta”). Según Nicolás Katasclepinos, esas tres formas de hablar son: “sí”, “no” y “por supuesto”. La cuarta es la “duda”, y la quinta es lo “oscuro”.
Habla de cosas de las que tienes certeza de su verdad o falsedad, si son evidentes (claras), en tanto que de las cosas dudosas y desconocidas mejor evita decir algo.
Dice Blemmydes en su Lógica, que cinco son las formas de las palabras: “nombre”, cuando nombramos a alguien: “pregunta”, cuando planteamos alguna interrogante; “oración”, cuando oramos; “decisión”, cuando decidimos algo y hablamos con certeza, y “mandato”, cuando ordenamos algo con autoridad. Al hablar, utiliza solamente las primeras tres formas, y las otras dos, no.
¡Habla de Dios con toda certeza! ¡Sobre todo, de Su bondad y Su amor! Pero con temor, consiederando que podrías caer en error. Por eso, prefiere escuchar cuando otros hablen sobre esas cosas, atesorando sus palabras en lo secreto de tu corazón.
Y cuando los demás hablen de otras cosas, que su voz apenas roce tu oído, pero que tu mente permanezca elevada hacia Dios. Incluso cuando sea necesario escuchar a quien habla para entenderlo y responderle, eleva tu mente al Cielo, donde habita tu Dios: medita en Su grandeza y piensa que Él ve en todo momento tu pequeñez.
Examina bien todas las cosas que vienen a tu corazón y que desearías pronunciar, antes de que lleguen a tu lengua, y descubrirás que a muchas de ellas es mejor no dejarlas salir de tu boca. Pero también es importante que sepas que, incluso entre aquellas que te parecen buenas para decir, hay muchas que es mejor enterrar en el silencio. Te darás cuenta de esto después de haber finalizado dicha conversación.
(Traducido de: Sfântul Nicodim Aghioritul, Războiul nevăzut, Editura Egumenița, Galați, pp. 81-83)