“He venido a traer fuego a la tierra”
Cristo nos trajo el fuego de la verdad y el amor, un fuego puro, divino, de la hoguera eterna que se llama Santísima Trinidad. Es la llama de la verdad, de la cual brota el calor del amor.
A menudo hablamos del fuego de la envidia, el fuego de la ira, el fuego del odio, y el fuego de cualquier otra pasión. Naturalemente, ese fuego no fue traído al mundo por el Rey de la verdad y el amor, Cristo. ¡De ninguna manera! Es un fuego impuro que proviene de las llamas del infierno, que tanto azotan al mundo.
Cristo trajo un fuego santo con el que, desde la eternidad y para siempre, fue encendido e iluminado: el fuego de la verdad y el amor, un fuego puro, divino, de la hoguera eterna que se llama Santísima Trinidad. Es la llama de la verdad, de la cual brota el calor del amor.
Este es el fuego con el cual el cristiano arde sin calcinarse, tal como aquella zarza en el desierto ardía y no se consumía.
Este es el fuego que sintió el profeta Jeremías en sus huesos, y que lo exhortaba a revelar la verdad de Dios (Jeremías 23, 29).
Este es el fuego que descendió sobre los apóstoles como lenguas de fuego, que los iluminó y los llenó de sabiduría; a ellos, que eran unos sencillos pescadores, hasta convertirlos en los sabios más grandes.
Este es el fuego que alumbró el rostro de San Esteban, haciéndolo semejante al de los ángeles. Este es el fuego divino de la verdad y el amor, por medio del cual los apóstoles y los misioneros cristianos hicieron que el mundo renaciera, purificándolo de sus inclinaciones paganas, iluminándolo y llenándolo de un auténtico saber. Todo lo que es bueno en este mundo proviene de ese fuego celestial que el Señor nos trajo.
Este es el fuego celestial, por medio del cual es purificada el alma, tal como se purifica el oro con el fuego terrenal. A la luz de este fuego reconocemos el camino, entendemos de dónde venimos y a dónde vamos, y conocemos a nuestro Padre Celestial y nuestra Patria eterna. Con este fuego se enciende nuestra alma, rebosando con el inefable amor a Cristo, tal como lo sintieron los dos apóstoles de camino a Emaús, cuando dijeron: “¿Acaso no ardían nuestros corazones cuando Él hablaba?”.
Este fuego hizo que Cristo descendiera desde los Cielos y nos alentara a alzarnos al Cielo.
Todos hemos sido bautizados con ese fuego santo, según las palabras de Juan: “Yo os bautizo con agua, pero Él (Cristo) os bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”.
Este fuego obra en el corazón humano, generándole una devoción indescriptible por todo lo que es bueno. Es un fuego que alegra al justo y atormenta al pecador. También a nosotros nos seguirá atormentando, hasta que nos purifiquemos completamente de toda injusticia e impureza, porque está escrito: “Dios es un fuego que quema a los pecadores”.
(Traducido de: Episcopul Nicolae Velimirovici, Răspunsuri la întrebări ale lumii de astăzi, Editura Sophia, București, 2002, pp. 26-27)