¡Huyamos del mundo y sus cosas!
Todo se corrompe y pasa; no hay nada imperecedero o seguro que no sea parte de lo que no se puede ver. El sol, las estrellas, el cielo y la tierra... todo pasará, y lo único que quedará será siempre el hombre.
Huyamos, pues, del mundo y sus cosas (I Juan 2, 15), amados hermanos. Porque ¿qué tenemos en común con el mundo y los suyos? Corramos y busquemos, hasta encontrar algo de eso que existe pero que no mana. Porque todo se corrompe y pasa; no hay nada imperecedero o seguro que no sea parte de lo que no se puede ver. El sol, las estrellas, el cielo y la tierra... todo pasará, y lo único que quedará será siempre el hombre.
Dicho lo anterior, ¿qué cosa, de las que se pueden ver, nos será de utilidad en el momento de morir, cuando partamos de esta vida al descanso eterno, dejando en este mundo todas esas cosas? Y si las cosas visibles pasan, ¿cuál será nuestro provecho cuando partamos y quede atrás nuestro cuerpo exánime? Porque, desde el momento en que el alma abandona el cuerpo, no puede seguir viendo a través de este, ni puede ser vista por nadie, sino que desde ese momento tiene relación solamente con lo que no se ve, apartando todo cuidado terrenal, porque en adelante le esperan o una vida más grande o la lucha: o el Reino de los Cielos y la Gloria eterna, o el infierno y el castigo del fuego que no se extingue.
(Traducido de: Sfântul Simeon Noul Teolog, Cateheze, în Scrieri, partea a doua, edit. Deisis, Sibiu, 2003, p. 39)