Invocando el poder de nuestro Señor
Clama así: “¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!”, aun sin mover tus labios, pero gritando en tu mente, porque Dios escucha incluso a los que callan.
Seamos siempre libres y perseveremos en nuestro Señor y Dios, hasta que Él venga a morar en nosotros. Y no pidamos nada más, sino solamente la misericordia del Señor de la gloria. Así, pidiendo Su misericordia, hagámoslo con un corazón contrito y humilde, clamando desde el amanecer hasta el ocaso, y si es posible, toda la noche también: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros!”. Esforcémonos en hacer esto hasta el día de nuestra muerte. Porque algo aparentemente tan simple demanda gran esmero… Luego, hijos, los exhorto a no separar sus corazones de Cristo, manteniendo sus mentes dirigidas a nuestro Señor Jesucristo, hasta que el nombre del Señor venga a sentarse en el corazón de cada uno. No necesitamos pensar otra cosa que no sea el crecimiento de la presencia de Cristo en cada uno de nosotros. Los exhorto a no abandonar jamás el canon de esta oración, ni al comer, ni al beber, ni al caminar, ni al hacer cualquier otra cosa. Todo el tiempo hay que clamar: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros!”, para que el recuerdo constante del nombre de nuestro Señor Jesucristo nos mantenga despiertos en el combate contra el enemigo… El pensamiento puesto en nuestro Señor Jesucristo destruye todo el poder que el maligno haya acumulado en nuestro corazón, arrancándolo desde su misma raíz. Así, al descender la parte del nombre de nuestro Señor Jesucristo en lo profundo de nuestro corazón, vence al maligno que pervive en las profundidades de nuestro ser, y nuestra alma vuelve a vivir.
Entonces, hermanos, invoquemos el nombre de nuestro Señor Jesucristo, para que nuestro corazón lo haga Suyo y, con Él, sean uno. Esto no se consigue en un día o dos, sino que lleva más tiempo y requiere de mucho esfuerzo y sacrificio hasta echar a nuestro enemigo y hacer que el Señor venga a morar en nosotros. No hace falta pronunciar muchas palabras, porque nos terminaremos cansando y el demonio vendrá a robar nuestra atención. Basta con decir pocas palabras para que la mente permanezca concentrada y ore con gran atención. Aprendamos de Ana, la madre de Samuel, quien oraba continuamente, aunque su voz no se oía (I Reyes 1, 9-13).
Clama así: “¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!”, aun sin mover tus labios, pero gritando en tu mente, porque Dios escucha incluso a los que callan… Haciendo esto, tienes que vigilar tu mente, para que no se desvíe del Señor. Así con un recuerdo constante y puro, el pensamiento dirigido a Dios terminará grabándose en tu corazón.
(Traducido de: Pr. prof. dr. Dumitru Stăniloae, Viața și învățătura Sfântului Grigorie Palama, Editura Scripta, București, 1993, pp. 34-35)