Irradiemos nuestra buena disposición a los demás
El amor debe ser sincero. Y solamente el amor de Dios es uno sincero. Amemos en silencio a quien nos agobia y perjudica, sin que note que nos esmeramos en amarle.
Practiquemos el amor, la mansedumbre, la paz. Así estaremos ayudando a nuestro semejante, cuando el mal le domine. El ejemplo brilla en misterio, no sólo cuando el otro se halla presente, sino también en su ausencia. Luchemos por irradiar nuestra buena disposición. Cuando hablamos de la vida del otro, aún sin su permiso, él se da cuenta y se aparta. Sin embargo, si somos compasivos y lo perdonamos, influimos en él aunque no nos vea.
No discutamos con los blasfemos, los enemigos de Dios, los que oprimen a los cristianos, etc. No olvidemos que la animadversión nunca es buena. Odiemos sus palabras y su maldad, pero no a las personas en sí, ni intentemos responderles. Más bien, oremos por cada uno de ellos. El cristiano se caracteriza por su amor, nobleza y equilibrio.
Tal como un asceta —quien, sin que nadie le vea, ayuda a todo el mundo, porque el torrente de sus plegarias alcanza a todos—, participa el Espíritu Santo al mundo, así también nosotros debemos irradiar el amor, sin esperar recompensa alguna, con afecto y paciencia, sonriendo...
El amor debe ser sincero. Y solamente el amor de Dios es uno sincero. Amemos en silencio a quien nos agobia y perjudica, sin que note que nos esmeramos en amarle. Y no nos manifestamos tanto exteriormente, porque le haremos oponerse. El silencio nos salva de todo mal. ¡Qué cosa tan importante es saber controlar la lengua! Sutilmente, el silencio se irradia también a nuestro semejante.
(Traducido de: Părintele Porfirie, Ne vorbește părintele Porfirie, Editura Egumenița, p. 306-307)