“Jesucristo, paz nuestra” (Carta pastoral de Navidad, 2024. Metropolitano Teófano)
Haciéndose un hombre como nosotros, pero libre de todo pecado, Cristo el Señor nos revela, en Su propia Persona, a Dios tal cual es, es decir, un océano infinito de amor. Al mismo tiempo, nos revela en Sí Mismo al hombre tal como lo pensó Dios en el momento de la creación: un hombre perfecto, a semejanza de su Creador.
† TEÓFANO
Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.
Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi: gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
“Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra, entre los hombres, buena voluntad” (Lucas 2, 14)
Amados hermanos sacerdotes,
Venerable comunidad monástica,
Cristianos ortodoxos,
Un año más, Dios nos permite celebrar las grandes fiestas del cristianismo, en el paso de un año a otro, fiests que son inauguradas por la celebración de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo y que tienen su punto de clausura con Su Divina Revelación o Teofanía. Nos encontramos, así pues, en un tiempo en el cual cada persona encuentra un poco más de serenidad espiritual y descanso físico, dejando en un segundo plano las preocupaciones, los pesares y las incertidumbres de la vida cotidiana, para convivir más en la cálida atmósfera familiar o al lado de sus seres queridos. Son días en los que la bondad, la generosidad, la alegría y el amor están, tal vez, mucho más presentes en nuestra vida que en cualquier otro momento del año.
La celebración de la Encarnación y el Nacimiento de Dios como un niño nos acerca aún más al mundo de la infancia, con toda su pureza, su inocencia, su confianza absoluta en los demás, su amor y su abnegación. Nos exhorta a ser mejores y a abrazar con ojos de amor a quienes nos rodean. Por eso, nos alegra dar obsequios o cuando alguien llama a nuestra puerta para entonar algunos villancicos, exhortándonos: «¡Abrid por completo las puertas de vuestras almas!», porque «una buena nueva se nos revela en Belén», «hoy ha nacido Cristo, el Mesías, de forma luminosa», «para salvarnos».
Los cristianos que asumen seriamente su fe, saben que la fuente de la alegría, la paz y el descanso de estos días festivos no es algo que provenga de este mundo, sino que desciende de lo alto, de Dios. Por tal razón, para el cristiano estas fiestas manifiestan su auténtico sentido cuando son vividas, en primer lugar, litúrgicamente, participando en los oficios de la Iglesia y, especialmente, en la Divina Liturgia. Aquí, el tiempo se encuentra con la eternidad, y la fiesta no es una simple conmemoración de un suceso del pasado o un motivo para disfrutar, sino que es la participación en el acto siempre presente y vivo obrado por Dios en la historia, una vez para siempre. Participando en los oficios litúrgicos, penetramos y entendemos de mejor manera el misterio de las fiestas. «Hoy, Cristo nace de una Virgen, en Belén. Hoy inicia Aquel que no tiene principio y el Verbo se encarna. Los poderes celestiales se regocijan y, en la tierra, los hombres se alegran; los magos traen obsequos, los pastores anuncian el milagro, y nosotros proclamamos sin cesar: ¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra, entre los hombres, buena voluntad!», dice un cántico de la Iglesia. [1]
Amados hermanos y hermanas en el Señor,
Hoy celebramos el descenso de Dios entre los hombres y la ascensión hacia Dios del hombre, desde la corrupción y la muerte. Hoy se nos revela el inmenso amor de Dios hacia nosotros. En el Paraíso, los primeros hombres eligieron, engañados por el demonio, un camino que los separó de Dios, el Creador. Creyeron que ellos solos, de forma autónoma, podían llegar a ser como su Creador. En realidad, se privaron del vínculo con la Fuente de la vida y se cerraron en la muerte. Pero Dios, siendo bueno y amoroso con la humanidad, no abandonó a Su creación: «después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas» [2], «cuando se cumplió el tiempo» [3], envió a Su Hijo, Quien asumió para Sí todos los dolores de la humanidad. El Nacimiento de Cristo, en palabras de San Juan Damasceno, es «la más grande noticia de todas las nocicias, lo único nuevo bajo el sol» [4], porque «el Mismo Creador y Señor acepta luchar por Su criatura y se convierte en maestro con Su obra [...], porque el Señor tomó el vestido del cuerpo y nos mostró, al mismo tiempo, la bondad, la sabiduría, la justicia y el poder de Dios» [5].
Haciéndose un hombre como nosotros, pero libre de todo pecado, Cristo el Señor nos revela, en Su propia Persona, a Dios tal cual es, es decir, un océano infinito de amor. Al mismo tiempo, nos revela en Sí Mismo al hombre tal como lo pensó Dios en el momento de la creación: un ser perfecto, a semejanza de su Creador.
Con esto, nuestro Señor Jesucristo se convierte en nuestro mentor, enseñándonos el camino a seguir, y, al mismo tiempo, acepta acompañarnos en esta andadura, de la cual es el mismo propósito; Él es «la piedra angular» [6], que une a Dios con la humanidad, y quien le siga «no caminará entre tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» [7].
Amados y amadas fieles,
En la noche de la Natividad del Señor, los ángeles les anunciaron a los pastores, y, con estos, a la humanidad entera, el comienzo de un mundo nuevo, expresado con estas palabras: «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra, entre los hombres, buena voluntad». Es la imagen de un mundo de paz, visto y descrito unos setecientos años antes por el profeta Isaías, así: «Un brote saldrá del tronco de Jesé, un vástago surgirá de sus raíces. Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor del Señor. En el temor del Señor se inspirará; no juzgará por lo que sus ojos vean, ni fallará por lo que oigan sus oídos; juzgará con justicia a los débiles, y con rectitud a los pobres del país. [...] El lobo habitará con el cordero, el leopardo se acostará junto al cabrito; ternero y leoncillo pacerán juntos, un chiquillo los podrá cuidar. La vaca y la osa pastarán en compañía, juntos reposarán sus cachorros, y el león como un buey comerá hierba» [8].
¿Qué significa esa paz? ¿Cómo entenderla, si no la vemos instaurada en el mundo? «La paz que buscaban los ángeles no era una paz social, es decir, una ausencia de guerra, sino la Encarnación y la presencia de Cristo», dice Su Alta Eminencia Hierotheos Vlahos. «Así pues, los ángeles no cantaron sobre una paz que habría de venir del futuro, sino una paz que vino al mundo con el Nacimiento de Cristo, porque, con Su Encarnación, Cristo reconcilió al hombre con Dios, con su semejante y consigo mismo» [9] El pecado trajo al mundo desorden, desarmonía, incomprensión y lucha entre hermanos. En tanto se halle bajo la influencia y el dominio del pecado, cada hombre seguirá considerándose el más importante de todos, y buscará la forma de imponer su voluntad. «La pasión espiritual de querer subyugar a los demás, de mandar sobre otros, tanto se ha enraizado en los corazones de las personas, que al hombre le parece lo más normal del mundo», dice San Sofronio Sajárov. Finalmente, ese deseo de mandar conduce a lo que el mismo padre llamaba «el pecado más grande», la guerra: «La historia de la humanidad está llena de toda clase de crímenes, pero no hay pecado peor que las guerras, especialmente las de nuestros días, ‘guerras mundiales’, cuando, de un modo u otro, todas las personas son entrenadas para el fratricidio. Algunos se alegran hoy de que cientos de miles, incluso millones, mueran a manos de un bando; mañana, los que sufrieron se alegrarán de que los asesinados hayan sido vengados. Y así es como la tierra entera queda sumida en la oscuridad de la enemistad del infierno. El Espíritu Santo abandona las almas de los hombres y la desesperanza viene a morar en su interior» [10].
El hombre que se ha alejado de Dios o no vive en armonía con la voluntad de Dios, ve la causa de la injusticia —y del mal en general— como algo exterior, convencido de que solamente los demás se equivocan, mientras él mismo es correcto e intachable. Por eso es que, para enmendar el mal que hay en el mundo, considera que la solución consiste en castigar a los demás. Sin embargo, «quienes confíen solamente en su propia razón y justicia, no encontrarán el camino a Dios si no se arrepienten y si no entienden que la humildad, el amor, la compasión y la piedad son leyes naturales de la vida» [11].
Nuestro Señor Jesucristo nos enseña que dicho camino, elegido por muchos, no es el camino verdadero. En el Evangelio se nos relata que: «En aquel momento llegaron algunos anunciándole que Pilato había matado a unos galileos, mezclando su sangre con la de las víctimas que ofrecían en sacrificio. Jesús les dijo: “¿Pensáis que esos galileos eran los más pecadores de todos los galileos porque sufrieron eso? Os digo que no; y, si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. ¿Creéis que aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató eran los únicos culpables entre todos los vecinos de Jerusalén? Os digo que no. Todos pereceréis igualmente si no os arrepentís”». [12].
En consecuencia, no acusar ni corregir a los demás es la solución para apartar el mal del mundo, sino luchar contra nuestras propias pasiones y pecados, contra el mal que hay en nosotros mismos. Si seguimos este camino, encontraremos la paz de nuestra alma y podremos ayudar en verdad al mundo que nos rodea: «Adquiere el espíritu de la paz, y miles a tu alrededor se salvarán», dice San Serafín de Sarov.
Cristianos ortodoxos,
Como dicen unas bellas palabras del padre Rafael Noica, «todo queda atado y desatado en el espíritu» [13]. Es decir que la solución de cualquier problema tiene que empezar con nosotros mismos, desde nuestra alma, no acusando o repartiendo responsabilidades a los demás. Un cristiano verdadero sabe que cualquier acción buena o mala que obre no le concierne solamente a él mismo, sino que se refleja sobre el universo entero. Por eso, nuestro mayor esfuerzo tiene que estar dirigido a vivir —en la medida de nuestras posibilidades— cada día sin pecar. Al mismo tiempo, el cristiano, a semejanza de Cristo, sufre con su prójimo. El dolor del otro es también su propio dolor. Él sabe, igualmente, que la transformación del mundo empieza consigo mismo: no son los programas políticos, ni los proyectos sociales o económicos los que traen bienestar y paz al mundo, sino la capacidad de cada quien de renovar su alma, de purificarse de sus pasiones, de alcanzar la paz interior y acercarse a Dios. Mientras más grande es la fe del hombre, más agradable a Dios es su vida y con mayor rapidez se puede superar las situaciones de crisis, los conflictos y las guerras del mundo. Al mismo tiempo, mientras más oscuridad hay en el alma, más crece y se extiende el mal en el mundo. Es el mismo llamado del Santo Apóstol Pablo, cuando dice: «Nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que moran en los espacios celestes» [14].
Con la mirada puesta en Aquel que nació en un pesebre, en Belén, busquemos la santificación y la renovación de nuestra vida, por medio de la oración y las buenas acciones, recibiendo las fuerzas que nos dan los Santos Misterios, ensanchando permanentemente nuestro corazón, para poder abarcar a muchos más de nuestros semejantes, amigos y enemigos, con tal de devenir en «hijos del Altísimo» [15].
¡Un abrazo para todos y cada uno de ustedes, y que «la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús»! [16].
¡Una fiesta de la Natividad santa y pura!
¡Un año nuevo con paz y felicidad!
El servidor de cada uno de ustedes, orando a Dios por todos,
† TEÓFANO
Metropolitano de Moldova y Bucovina
Notas bibliográficas:
[1] Maitines del 25 de diciembre. Mineiul pe luna decembrie [Menaion del mes de diciembre], Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 2005, p. 447.
[2] Hebreos 1, 1.
[3] Gálatas 4, 4.
[4] San Juan Damasceno, Dogmatica, ed. a III-a, traducere de Pr. Dumitru Fecioru, Ed. Scripta, Bucarest, 1993, p. 96.
[5] Ibidem.
[6] Efesios 2, 20.
[7] Juan 8, 12.
[8] Isaías 11, 1-4; 6-7.
[9] Archim. Hierotheos Vlachos, Predici la marile sărbători [Homilías para las fiestas grandes], traducere de Daniela Filioreanu, Ed. Cartea Ortodoxă /Ed. Egumeniţa, Galaţi, 2004, p. 29.
[10] Ne vorbeşte Părintele Sofronie. Scrisori [El padre Sofronio nos habla. Cartas], Ed. Bunavestire, Galaţi, 2003, p. 219.
[11] Metropolitano Antonio de Surozh, Predici la praznice împărăteşti şi la sfinţi de peste an [Homilías para las fiestas reales y los santos de todo el año], traducere de Denis Chiriac, Ed. Egumeniţa, Galaţi, 2020, p. 38.
[12] Lucas 13, 1-5.
[13] Padre Rafael Noica, Cultura Duhului [Cultura del Espíritu], Ed. Reîntregirea, Alba Iulia, 2002, p. 133.
[14] Efesios 6, 12.
[15] Lucas 6, 35.
[16] Filipenses 4, 7.