La alegría del hombre de paz contrasta con la oscuridad del envidioso
Tal como la paz ilumina cada rincón de la mente, la envidia y la maldad, por su parte, enceguecen lo que hay en el corazón.
Pero tú, hermano, aparta toda hipocresía, y no desees destruir a tu prójimo, ni morder ni desgarrar a tu semejante. Tu hermano es como una parte de tu propio cuerpo. Y si alguna vez, como hombre, has sido un iracundo, no lleves tu ira más allá de los límites de tu interior, sino restablece la paz en tu alma, sometiendo cualquier atisbo de furia.
Quien abraza la paz en la recámara de su alma, ese prepara una morada para Cristo, porque Él es paz, y en paz desea descansar. El hombre envidioso y hostil, al contrario, es enteramente maldito. El hombre de paz es como una vid repleta de frutos, en tanto que el envidioso se deja carcomer por la preocupación de tener que enfrentar eventuales carencias y necesidades. Y, mientras el hombre de paz se regocija en el Señor, el envidioso se debilita, consumiéndos por cualquier nimiedad. El hombre de paz se reconoce por su alegría. Al envidioso se le reconoce por el gesto irascible de su rostro y su aspecto codicioso. El hombre de paz siempre tendrá participación con los ángeles, mientras que el envidioso jamás podrá librarse de la compañía de los demonios.
Y tal como la paz ilumina cada rincón de la mente, la envidia y la maldad, por su parte, enceguecen lo que hay en el corazón. La paz aleja el desorden y lo ahuyenta; la envidia, mientras tanto, acumula ira. Cualquier forma de oscuridad huye del resplandor de la paz. Y es que, ahí donde reina la envidia, lo que hay es tinieblas y oscuridad.
(Traducido de: Sfântul Vasile cel Mare, Învățătură către fiul duhovnicesc, traducere de I. Popa, Editura Mitropolia Olteniei, Craiova, 2007, pp. 25-26)