La auténtica labor espiritual del hombre
El hombre que admira su propia devoción exterior nunca podrá librarse de pasar de la piedad a la falsedad.
El hombre no puede quedarse sin pensar y sin experimentar sentimientos. Los pensamientos y los sentimientos son la señal de que el hombre está vivo. Si ellos se detienen, aunque sea por un minuto, sería como si la persona dejara de vivir, como si se acabara su existencia. Y si la vida no se interrumpe tan siquiera un minuto, la mente no deja ni siquiera un segundo de generar pensamientos y el corazón sentimientos.
Es normal que el alma se halle siempre en acción. Quien decida dedicarse a la vida monacal deberá, inevitablemente, darle a su alma una ocupación agradable a Dios. Los Santos Padres llaman esa ocupación “labor del alma”, “ascesis interior”, “guardia de la mente”, “vigilia” o “lucidez”.
Luego de la creación del cuerpo, el alma fue inmediatamente insuflada en él (Génesis 2, 7); del mismo modo, los novicios, luego de apropiarse de las disposiciones del comportamiento exterior, rápidamente deben adquirir aquella labor del alma.
El cuerpo vive por medio del alma, del mismo modo en que, con una actividad agradable a Dios, el comportamiento exterior adquiere vida. Sin alma, el cuerpo no es más que un cadáver. Ciertamente, abandonado por el alma, el cuerpo comienza a descomponerse y a emanar hedor. Del mismo modo, un comportamiento exterior piadoso, pero que no viene acompañado de la correspondiente labor del alma, primero demuestra que carece de frutos espirituales, luego se deja abrumar por el orgullo, la vanidad, la falsedad, la satisfacción mundana y otras pasiones del alma, difíciles de detectar y reconocer. Esas pasiones se desarrollan y maduran rápidamente, bajo una aparente devoción exterior, cuando esta no es animada por la auténtica vida espiritual.
El hombre que admira su propia devoción exterior nunca podrá librarse de pasar de la piedad a la falsedad. La falsedad, el formalismo, es extraordinariamente agradable al mundo enceguecido. A la falsedad le atraen los elogios, la estima y la confianza de los demás; es la falsedad la que hace que el monje retroceda en el camino de la Cruz, asegugrándole una situación terrenal, humana, muy confortable. Ya que el hipócrita puede ver, por una parte, la ganancia que obtiene de sus prácticas, y por otra, los insultos y persecución que sufren, por parte del mundo, los atletas de Cristo, se esforzará cada vez más en distinguirse en su falsedad y aparente afabilidad.
Cuando se perfecciona en la falsedad, el hombre termina convirtiéndose en uno de aquellos fariseos que respetaban la letra de la ley —esa letra que mata— y rechaza el espíritu que da vida. A pesar de hablar todo el tiempo de Dios y la virtud, el fariseo es, al mismo tiempo, completamente ajeno a Dios y a la virtud: está bien preparado para hacer lo que sea con tal de satisfacer su amor propio. Es normal que coseches lo que has sembrado. El alma no puede permanecer inactiva: si no la implicas en algo que la oriente hacia Dios, inevitablemente será orientada en cualquier otra dirección por los pensamientos y sentimientos que aparecen en ella, agravando su caída y amplificando la mentira y el mal que han llegado hasta ella.
Entonces, hay que tomar las medidas necesarias, con el suficiente tiempo, para no convertirte en un fariseo y no perder tu salvación y la felicidad eterna debido a una alegría pasajera, la que te ofrecen las ventajas del mundo y los elogios de los demás. Nuestro corazón es débil: fácilmente se deja entrenar por cualquier vicio oculto bajo una máscara seductora. Quien quiera tomar medidas de precaución en contra de la falsedad, que desde el primer día en el monasterio se acostumbre a una labor correcta del alma.
Del hecho que la mente genera pensamientos sin cesar y el corazón sentimientos, encontramos con claridad qué clase de actividades debe practicar obligatoriamente el monje, con tal de ir habituando su alma. Debe orientar su mente a los pensamientos agradables a Dios y el corazón hacia sentimientos similares. En otras palabras, debe hacer que su mente y su corazón reciban y asuman la vida del Evangelio.
(Traducido de: Sfântul Ignatie Briancianinov, Fărâmiturile Ospăţului, Editura Episcopia Română Ortodoxă Alba Iulia, 1996)