La belleza verdadera
No te dejes engañar por la belleza terrenal, hecha de carne y sangre. El deseo es agradable, pero dañino, porque corrompe y se opone a Dios.
Cuando veas a una muchacha o a una mujer hermosa, o a un joven agraciado, dirige tu mente a la Belleza suprema de la Suprema Santidad, a Quien se deben todas las bellezas celestiales y terrenales. Es decir, a Dios. Glorifícalo por haber creado lo hermoso que hay en este mundo.
Admírate, admirando en el hombre la belleza del rostro de Dios, que resplandece aún en el estado de pecado de nuestro ser.
Piensa cómo nos veremos cuando alcancemos el estado de enaltecimiento, si nos hacemos dignos de él. Piensa cómo se verá la belleza de los santos, los ángeles y la Madre del Señor. Piensa en la inefable bondad del rostro de Dios, que veremos en realidad.
No te dejes engañar por la belleza terrenal, hecha de carne y sangre. El deseo es agradable, pero dañino, porque corrompe y se opone a Dios.
No dejes que tu corazón se embelese con la belleza de la criatura, sino que dirígelo solamente a Dios, el Creador, Quien todo lo hizo para glorificarse, y di: “Para mí lo mejor es estar con Dios” (Salmos 72, 27), y no aferrarme a la belleza física, porque es efímera.
(Traducido de: Sfântul Ioan de Kronstadt, Viața mea în Hristos, Editura Sophia, 2005, p. 246)