La certeza de la Resurrección aleja el temor a la muerte
La muerte representa el momento y el camino por el cual, por muy distanciados que nos encontremos de Dios, por imperfecta haya sido nuestra unión o armonía con Él, nos presentamos ante la faz de nuestro Señor, el Salvador del mundo.
En el Nuevo Testamento encontramos algo aún más grande, porque, junto con la Resurrección de Cristo, la muerte quedó efectivamente vencida.
La muerte es derrotada de distintas maneras. Es derrrotada, porque sabemos que, por la Resurrección de Cristo, ya no tiene la última palabra, y que somos llamados a levantarnos de nuevo, a resucitar y vivir.
De igual manera, la muerte es derrotada también con la victoria de Cristo sobre el pecado y la destrucción del infierno, porque el aspecto más terrible de la muerte —tal como lo vemos representado en el Antiguo Testamento por el pueblo de Israel—, era que el alejamiento de Dios, que trajo consigo la muerte, podía volverse definitivo, imposible de superar incluso con la muerte misma. Los que morían al perder a Dios (y esto sucedía con todo el mundo), con la muerte lo perdían para siempre. El Seol del Antiguo Testamento era el lugar donde no estaba Dios, el lugar de Su ausencia, el sitio de la definitiva e irremediable separación de Dios.
Con la Resurrección de Cristo, con Su descenso al infierno y la devastación de este, todo aquello quedó atrás. En la tierra existe la separación y el dolor de la separación, pero en la muerte ya no hay separación de Dios. Al contrario, la muerte representa el momento y el camino por el cual, por muy distanciados que nos encontremos de Dios, por imperfecta haya sido nuestra unión o armonía con Él, nos presentamos ante la faz de nuestro Señor, el Salvador del mundo. ¿Acaso no dijo Él Mismo, y no una sola vez, “No he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo” (Juan 12, 47)? ¡Nos presentaremos ante Él, ante Aquel que es la Salvación Misma!
(Traducido de: Mitropolitul Antonie de Suroj, Viața, boala, moartea, traducere de Monahia Anastasia Igiroșanu, Editura Sfântul Siluan, Slatina–Nera, 2010, pp. 129-130)