La configuración del sacramento del amor al prójimo
No podemos confesar el misterio de la Santísima Trinidad sin tener una experiencia, al menos relativa, del amor a nuestro semejante; de lo contrario, nos estaremos engañando a nosotros mismos y seremos unos hipócritas.
La totalidad del mensaje de Cristo tiene como propósito la eliminación de todas las barreras y superar el instinto del hombre caído, para que este se abra a Su presencia y haga de su hermano un sacramento. Pero, de hecho, ¿qué es un sacramento? Es un acto del Espíritu Santo que hace presente a Cristo, tal como Él Mismo nos lo prometió. Todo el tiempo hay un vínculo entre nosotros y las Personas divinas: en el Bautismo, el Espíritu Santo nos injerta en Cristo; en la Eucaristía nos hacemos un solo cuerpo con Él; en la Crismación recibimos los dones del Espíritu Santo, por medio de los cuales podemos dar cumplimiento a los mandamientos; con la contrición volvemos a entrar en el Cuerpo, si hemos salido de él; por medio de la Santa Unción devenimos nuevamente en miembros sanos, si estábamos enfermos; por medio del Matrimonio, Cristo se hace presente en la iglesia doméstica; con la Ordenación, se consolida el Cuerpo de Cristo. En todos los casos, siempre, por medio del Espíritu Santo, se realiza un robustecimiento del Cuerpo de Cristo y de las relaciones personales entre los fieles y las Personas Divinas.
Así, los sacramentos se presentan como intervalos de tiempo importantes en nuestra relación personal con Cristo. No se trata de simples sucesos momentáneos, porque la duración del Matrimonio no se limita al tiempo que lleva la celebración de las nupcias; al contrario, el Sacramento del Matrimonio no hace sino inaugurar la presencia de Cristo en la vida de la familia. La celebración de los sacramentos es un tiempo poderoso, el momento más evidente de una relación que se extiende a lo largo de toda la vida, entre nosotros y el Señor. Entonces, el número de sacramentos no importa tanto, porque, de hecho, no hay sino uno solo: el de la presencia de la Palabra de Dios entre los fieles, el de Emanuel —Dios está con nosotros— en el seno de la Iglesia, el de Dios presente en Su Cuerpo entre nosotros.
En este sentido, bien podemos hablar del sacramento del hermano: la revelación, por medio del Espíritu Santo, de la presencia de Cristo en el otro. Dios está presente y oculto en cada enfermo, en cada forastero, en cada hambriento, en cada encarcelado. o, como en la Parábola del Buen Samaritano, en donde los roles se invierten. El samaritano, es decir, el forastero —hereje, incluso— desciende de su asno, pone vino y aceite en las heridas del que yace en el suelo, lo levanta y lo lleva con un hostalero, a quien le dice: “Lo demás que gastes cuidando a este hombre, te lo pagaré a mi regreso”. En estas palabras reconocemos a nuestro Mismo Señor Jesucristo cuidando a aquel hombre asaltado por unos bandidos, que no son sino los demonios. Cuidando a los enfermos, entramos en comunión con Cristo. Y esto es también un sacramento, porque Cristo está presente.
Pero ¿en dónde está la acción del Espíritu Santo? El Espíritu Santo es Aquel que nos hace descubrir la presencia de Cristo en el otro. Tal vez parezca osado lo que voy a decir, pero me parece profundamente ortodoxo afirmar que recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo frente al altar e invitar a tu mesa a un refugiado que no tiene trabajo, son dos acciones de la misma naturaleza. En ambos casos se trata de un único misterio, del mismo sacramento, el de la presencia de Cristo en el mundo, por medio de la acción del Espíritu Santo.
¿Cuál es el lazo que une al sacramento del altar con el sacramento del hermano? Durante la Divina Liturgia, antes de pronunciar el Credo, decimos: “Amémonos los unos a los otros, para profesar unánimes nuestra fe en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, Trinidad consustancial e indivisible”. La primera parte de esta frase se sitúa en el plano de la relación de amor tnetre hermanos; sin esta relación, no puede tener lugar la confesión del misterio de la Santísima Trinidad. Así, el acto del espíritu que da testimonio de la Santísima Trinidad y los lazos del corazón que unen a los fieles en el amor son absolutamente complementarios. No podemos confesar el misterio de la Santísima Trinidad sin tener una experiencia, al menos relativa, del amor a nuestro semejante; de lo contrario, nos estaremos engañando a nosotros mismos y seremos unos hipócritas.
Así es como reencontramos los dos polos del mensaje de Cristo, retomando los textos fundamentales del Antiguo Testamento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo”. Cristo une ambos mandamientos en uno solo. Así pues, no podemos separar, sin caer en la herejía, en el sentido más profundo de la palabra, la dimensión vertical de la horizontal, el sacramento del altar, del sacramento del hermano. Cualquier dicotomía entre estas dos dimensiones es una verdadera muestra de esquizofrenia.
Descuidando el sacramento del hermano, caemos en el ritualismo, en una suerte de esteticismo litúrgico. La Liturgia, así, deviene en un refugio, en un momento de recogimiento: todo es bello, nos sentimos como si estuviéramos en el mismo cielo, pero, poco después, actuamos como todos los demás. El sacramento del altar, sin el sacramento del hermano, es una blasfemia permanente. Y a la inversa: el sacramento del hermano, sin el sacramento del altar, produce exactamente el mismo resultado, porque no tardará en enfriarse, en degenerar en un simple activismo: olvidamos que nuestro hermano es la imagen de Dios y el servicio en favor de nuestros semejantes se convierte en un modo de legislación social. Sin lugar a dudas, en el momento en que separamos el sacramento del altar del sacramento del hermano, el mal sale vencedor.
(Extraído del libro del padre Cyrille Argenti, N’aie pas peur [No tengas miedo], Cerf/Le sel de la terre, 2002)