Palabras de espiritualidad

La cruz del monje

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Los mártires se hicieron dignos de perfeccionarse con su sacrificio de un momento; por su parte, los monjes, sufriendo cada día y a cada instante por Cristo, también devienen en mártires.

El Reino de los Cielos, tan anhelado por aquellos que le sirven a Dios, es eterno y libre de la muerte. Para poder alcanzarlo, los justos y virtuosos se apartan de este mundo, renunciando a sus apetitos. Y es que, si renunciamos a las cosas del mundo, estamos obedeciendo un mandato de Dios, para evitar que, por amor a las cosas efímeras, terminemos perdiendo las eternas. Porque cierta es la palabra de Aquel que dijo: Os aseguro que nadie deja casa, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por Mí o por el Evangelio, que no reciba el ciento por uno ya en este mundo, en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, con persecuciones, y en el siglo venidero, la vida eterna”.

Sin embargo, estas palabras no las dijo el Señor —como algunos interpretan erradamente— solamente para aquellos que, en tiempos de persecución, sufrieron por Su Nombre. Porque Él no las dijo solamente para ellos, sino para todos aquellos que, por Su Nombre, se apartan de mundo y sus tentaciones, renunciando también a sus bienes materiales. De estos dice el Señor que heredarán la vida eterna, junto con los mártires. Y a los pobres de espíritu, los puros de corazón, los mansos y los que le temen a Él, les dice: “Vuestro es el Reino de los Cielos”.

Ciertamente, los mártires se hicieron dignos de perfeccionarse con su sacrificio de un momento; por su parte, los monjes, sufriendo cada día y a cada instante por Cristo, también devienen en mártires. Luchando, no solamente contra el cuerpo y la sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales de maldad, hasta su último aliento y con el arma del espíritu, son coronados por Cristo, Quien nos ayuda y nos perfecciona a todos. ¡Y Suya es la gloria, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos! ¡Amén!

(Traducido de: Proloagele, volumul 1, Editura Bunavestire, pp. 434-435)