La diferencia entre quien ama la justicia de Dios y quien ama su propia “justicia”
Cada quien se justifica. Cada quien justifica la dureza de su alma, acusando a otros. Y casi nadie acepta señalarse a sí mismo.
Cuando son acusados injustamente, los hombres justos dicen la verdad —reconociendo que en dicha situación no son culpables, lo cual ayuda a quienes los acusan a no caer en el pecado de la difamación o en la condena a su semejante—, o si no les creen, callan y confían en que Dios los protegerá y los justificará. Los justos no confían en su propia justicia y no buscan defenderla a toda costa, sino que ponen su esperanza en la justicia de Dios. Por eso es que se les llama justos, porque han elegido la justicia de Dios en vez de la justicia humana. Ellos no tienen una justicia personal, sino que tienen hambre y sed de la justicia de Dios, de acuerdo con lo que nuestro Señor nos enseña con Sus Bienaventuranzas (Mateo 5, 6).
Al contrario, los pecadores, que son desagradecidos y transgreden la justicia de Dios, defienden vehementemente su penosa idea de “justicia”. Por eso, cuando son acusados, especialmente cuando se les señala erradamente, se encienden en la ira y se defienden impetuosamente.
Intentemos aconsejar con estas palabras a un pecador que se justifica: “¡Sé paciente, hermano, aunque te acusen injustamente! ¡No te lamentes cuando te señalen sin razón, y el Señor se apiadará de ti por tu paciencia!”. Y veremos cómo nos responde al instante: “¿Qué? ¿Qué sea paciente? ¿Yo? ¡Si fuera culpable, no me enfadaría tanto! Pero ¿cómo ser paciente, si me están acusando de cosas que yo no he hecho? ¡No, no y no! ¡Yo no puedo soportar que me acusen injustamente!”. Una persona así, un “amante de la justicia” como ese, no es, de hecho, un amante de Dios, sino un amante de sí mismo. Muy a menudo encontramos situaciones como esa en nuestra vida. Y no ocurren solamente entre los laicos, sino, tristemente, también entre sacerdotes y en los monasterios. Cada quien se justifica. Cada quien justifica la dureza de su alma, acusando a otros. Y casi nadie acepta señalarse a sí mismo.
¿De dónde proviene esa inclinación? De nuestra caída en pecado, iniciada por nuestros ancestros en el Paraíso. Después de haber desobedecido el mandamiento de no consumir el fruto prohibido, Dios le preguntó a Adán: “¿Qué has hecho?”, y este le respondió: “¡No fui yo, sino la mujer!”. Después, Dios le preguntó a Eva: “¿Qué has hecho?”. Y ella respondió: “¡No fui yo, sino la serpiente!”. Desde entonces, en el mundo cada persona intenta justificarse, acusando a los demás.
(Traducido de: Arhimandritul Serafim Alexiev, Viața duhovnicească a creștinului ortodox, traducere din limba bulgară de Valentin-Petre Lică, ediția a II-a, Editura Predania, București, 2010, pp. 54-55)