La enseñanza apostólica sobre las cualidades del sacerdote
El sacerdote debe ser “un modelo para los que creen, en la conversación, en la conducta, en el amor, en la fe, en la pureza de vida” (I Timoteo 4, 12).
De acuerdo a las palabras y consejos del Santo Apóstol Pablo, dirigidos a sus discípulos Tito y Timoteo, —y también a nosotros, que habríamos de seguirle de generación en generación—, observamos que las exigencias que se piden a los servidores de la Iglesia se refieren especialmente a las pasiones de las que tienen que cuidarse y a las virtudes que deben cultivar.
De acuerdo a San Pablo, en primer lugar, el sacerdote debe dar muestras de un verdadero amor cristiano a cada uno de sus feligreses. El amor cristiano es un conglomerado de virtudes. San Pablo las evoca, justo al enumerar las cualidades del obispo y del sacerdote. Así, el clérigo debe ser desinteresado (I Timoteo 3, 3), manso, pacífico (I Timoteo 3, 2); debe rechazar las riñas y buscar que siempre haya paz; también debe ser justo y temperado (Tito 1, 8), sosegado y tranquilo (I Timoteo 3, 2).
El sacerdote debe ser “apto para la enseñanza” (I Timoteo 3, 2) y “fiel predicador de la Palabra de la Verdad” (II Timoteo 2, 15) de Cristo. El Santo Apóstol Pablo agrega que el sacerdote debe guardar “el misterio de la fe con una conciencia pura” (I Timoteo 3, 9), “aferrándose a la palabra fiel de la enseñanza”, es decir, conservando íntegra la enseñanza ortodoza. Asimismo, debe predicar para iluminar a los fieles, para conducirlos al buen camino y ayudarlos a crecer espiritualmente (Tito 1, 9). Finalmente, debe defender la fe ante cualquier herejía y “refutar a los que la contradigan” (Tito 1, 9).
La predicación de la fe es un deber que concierne a la misma función sacerdotal: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”, dice el Apóstol (I Corintios 9, 16), que también exhorta: “Proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar” (II Timoteo 4, 2).
San Simeón de Dajbabe dice: “Para que el sacerdote tenga éxito en su misión, primero debe tener la certeza de la verdad que predica, y que su boca hable de lo que abunda en su corazón. Con esto, anunciará las santas verdades como algo que es el alma de su alma. Su propio fervor hará que su rebaño sienta lo que él siente y que tenga una fe tan poderosa como la de su pastor. Tal fuerza espiritual es más preciosa que cualquier homilía compuesta con el intelecto. Por eso fue que el Apóstol Pablo dijo: Mi palabra y mi predicación no tenían nada de la argumentación persuasiva de la sabiduría humana, sino que eran demostración del poder del Espíritu (I Corintios 2, 4)”.
Ante todo, y en todo, el sacerdote debe ser “irreprochable” (I Timoteo 3, 2), es decir que no tenga algo de lo que sus feligreses lo puedan señalar. Ya que todos sus actos se hallan bajo el escrutirio de los fieles, bien pueden aplicársele aquellas palabras de advertencia: “Si alguien cumple toda la Ley, pero falla en un solo punto, es como si faltara en todo” (Santiago 2, 10). Así las cosas, el sacerdote debe ser “un modelo para los que creen, en la conversación, en la conducta, en el amor, en la fe, en la pureza de vida” (I Timoteo 4, 12).
(Traducido de: Jean-Claude Larchet, Viața sacramentală, Editura Basilica, București, 2015, pp. 508-512)