La fe no es magia ni sustituye al esfuerzo personal
La fe, en general —y esta es la norma— no confiere un estatuto excepcional. Nos da felicidad, pero en relación con el mundo y con los demás no sólo no nos otorga privilegios, sino que nos crea obligaciones adicionales.
Monasterio Văratec, 1970
Hay una extraña tentación —desde la diestra, de acuerdo al padre Cleopa Ilie—, a la cual podría llamar “la tentación de la fe considerada como panacea total para todas las preocupaciones y reemplazo de las virtudes humanas”, que es una hipóstasis de la soberbia combinada con la ingenuidad:
a) La convicción de que sólo con la fe podemos librarnos de las enfermedades, de que no nos enfermaremos más, o de que si nos enfermamos, no necesitamos médicos ni medicamentos, ya que podemos sanarnos a nosotros mismos, en cualquier instante, por medio de nuestra oración.
Esta convicción (...) es lo mismo que tentar a Dios exigiéndole un milagro. Quien caiga en semejante tentación, se pone en la situación del demandante que, en vez de dirigirse al tribunal ordinario competente, acude directamente a la vía extraordinaria del recurso.
Es también una falta de modestia: los médicos y los medicamentos también son de Dios, y el creyente que se enferma como todo el mundo, se cura precisamente como todo el mundo, no de manera diferente. ¿Cómo? Con la ayuda de los médicos y de los medicamentos (desde luego, si se le concede sanar).
Desde luego que Dios hace milagros, pero cuando lo considera necesario. Y la historia de la Iglesia nos demuestra que (los milagros) no ocurren tan a menudo ni son obtenidos a la fuerza. (...)
El Santo Apóstol Pablo siguió con su vieja dolencia aún después de haber recibido la Gracia: “Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere”.
(¿Qué debe hacer, entonces, el creyente? Orar para que Dios lo ayude y bendiga el tratamiento que habrá de seguir.)
b) La convicción de que solamente por medio de la fe podemos librarnos de la embestida de las tentaciones. No. De alguna forma, es todo lo contrario.
El Paterikon dice: A la entrada de un pueblo de malhechores velan dos demonios. En los alrededores de un monasterio de piadosos monjes ascetas, lo que hay son dos mil demonios.
c) La convicción de que ya no son necesarias las virtudes comunes del hombre normal: la sabiruría, la sensatez, la perspicacia, la perseverancia...
El creyente las necesita, tal como todos sus semejantes.
La fe nos ayuda, nos fortalece, nos enaltece, nos alegra, pero no sustituye a las cualidades y virtudes humanas.
La fe, en general —y esta es la norma— no confiere un estatuto excepcional. Nos da felicidad, pero en relación con el mundo y con los demás no sólo no nos otorga privilegios, sino que nos crea obligaciones adicionales.
Entonces, si el creyente comete un error, una imprudencia, una insensatez, tendrá que soportar todas las consecuencias normales, sin asombrarse o lamentarse por ello. No existe el beneficio de la extra-territorialidad.
d) La convicción de que podemos obtener lo que queremos, en cualquier momento y sin esfuerzo alguno. No, por medio de la oración podemos obtener los dones espirituales que están más allá de nuestra naturaleza. Los que nos son naturales, y que dependen de nuestras débiles fuerzas, debemos obtenerlos por medios comunes. Este es también el sentido del proverbio: “Dios te envía su ayuda, pero no te la pone en la alforja”, que no es sino la forma metafórica de un pasaje de los Hechos de los Apóstoles (12, 7). El ángel le abre a Pedro las puertas de la prisión y lo libera de sus ataduras, porque es algo que él no podría haber hecho por sí mismo. Pero también le ordena: “Ponte tus sandalias... Vístete”, porque es algo que sí estaba a su alcance hacer y era su deber hacerlo.
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Jurnalul fericirii, Editura Mănăstirii Rohia, Rohia, 2005, pp. 183-184)