La generosidad del cristiano
El Señor nos enseña cómo, al recibir y atender a uno de Sus hermanos más pequeños, lo estamos recibiendo a Él mismo. Luego, ¡no descuidemos el deber de ser generosos y hospitalarios!
Hubo una vez un hombre muy rico —pero también muy piadoso—, quien solía servir con gran diligencia y generosidad a sus invitados. Cada día convidaba a más de algún desconocido a comer en su casa. Un día, cuando ya había varios comiendo, uno más llamó a la puerta. Como era de esperarse, nuestro hombre lo condujo con cordialidad a su mesa. Sin embargo, cuando volvió con una vasija de agua para lavarle las manos, vio que el extraño había desaparecido. Asombrado, preguntó entre los demás, pero nadie supo decirle qué había pasado con aquel forastero.
Esa misma noche, el Señor se le apareció en sueños y le dijo: “Cada día has recibido en tu casa a Mis hermanos más pequeños, pero hoy me recibiste a Mí mismo. Así, en el Día del Juicio futuro, oirás estas palabras: Lo que hicisteis con uno de estos más pequeños, a Mí me lo habéis hecho”.
He aquí, hermanos, que el Señor nos enseña cómo, al recibir y atender a uno de Sus hermanos más pequeños, lo estamos recibiendo a Él mismo. Luego, ¡no descuidemos el deber de ser generosos y hospitalarios!
Convidemos al Señor a nuestra mesa, para que después Él nos convide a Su banquete eterno. Démosle hoy a Cristo, el forastero, para que también Él nos llame y nos dé, cuando el Día del Juicio, reconociéndonos como amigos Suyos, y abriéndonos las puertas de Su Reino.
(Traducido de: Proloagele, volumul 1, Editura Bunavestire, pp. 452-453)