Palabras de espiritualidad

La hermosa relación de mi madre con Dios

    • Foto: Bogdan Bulgariu

      Foto: Bogdan Bulgariu

¡Si tienes una fe simple como esta, eres el hombre más feliz del mundo! ¡No necesitas ninguna teoría más, nada! Y nada podrá agitarte o hacer tambalear tu fe.

Desde que éramos muy pequeños, mi mamá nos llevaba a la iglesia. Éramos once hermanos y a todos nos llevaba a la Liturgia. Recuerdo cómo me quejaba, diciéndole que me dolían los pies, y le pedía con insistencia que nos dejara salir un poco afuera. Pero ella nos respondía: “Ustedes no saben lo que significa la oración, no saben lo que es orar ante nuestro Señor Jesucristo… Pero ese dolor de pies es, de hecho, su oración a Dios. Esta es su oración: que les duelan los pies por Cristo. ¡Que tu cuerpo se canse por Cristo, porque no sabes orar, porque eres tan solo un niño!”.

Lo que más me impresionaba de mi mamá era su oración. Mi mamá hablaba con Dios del mismo modo en que hablaba con mi papá. Decía: “Señor, ¿por qué mis gallinas no han puesto huevos? ¡Necesito alimentar a estos niños!”, o “¿Por qué la vaca no da leche?”, o “¿Por qué se enfermó el cerdo y se murió? ¡Por favor, Señor! ¿Acaso no ves que tengo muchas bocas que alimentar?”. De mi madre aprendí esa relación personal con Dios y la seguí practicando cuando tuve que sufrir los rigores de la prisión.

Mi mamá no sabia nada de teología. Si le preguntabas qué es la Santísima Trinidad, no lo sabía. Ella solamente sabía que había un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo, pero el significado de la Trinidad, no. Pero ¡si tienes una fe simple como esta, eres el hombre más feliz del mundo! ¡No necesitas ninguna teoría más, nada! Y nada podrá agitarte o hacer tambalear tu fe. Mi madre no perdió su entereza ni cuando murió alguno de mis hermanos, ni la pobreza, ni el bienestar. Nunca fue rica, pero, en todo caso, sí conoció algunos períodos de ventura. Ni el bienestar la envaneció, ni la pobreza la degradó, porque ella siguió siempre fiel a su fe y siempre directa en su relación con Dios.

(Traducido de: Părintele Gheorghe CalciuCuvinte vii, Editura Bonifaciu, 2009, p. 159)