Palabras de espiritualidad

La invocación del Espíritu Santo al comienzo de la Divina Liturgia

  • Foto: Florentina Mardari

    Foto: Florentina Mardari

La Divina Liturgia constituye la forma perfecta del culto cristiano de adoración, de alabanza, de agradecimiento y de testimonio de nuestra fe, que se dirige a Dios por medio de Su Hijo Jesucristo.

El ritual de oración del sacerdote al comienzo de la Divina Liturgia representa “el tiempo que predijo el profeta Isaías, el del nacimiento de Juan el Precursor y de la Encarnación de Cristo por nosotros” (San Germán de Constantinopla). La oración de invocación del Espíritu Santo se hace simultáneamente con la elevación de las manos de sacerdote, gesto litúrgico que tiene su fundamento en las palabras del Santo Apóstol Pablo: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar levantando sus manos limpias, sin ira ni rencores” (I Timoteo 2, 8), pero que con el paso del tiempo se restringió como práctica solo al orden litúrgico del clero.

“Rey celestial, Consolador, Espíritu de laverdad, que estás en todo lugar y llenas el universo, Tesoro de bienes y Dador de vida, ven a habitar en nosotros, purifícanos de toda mancha, y salva, tú que eres bueno, nuestras almas”, es la primera oración en el marco de la Divina Liturgia, la cual tiene su fundamento en la Santa Escritura, específicamente en el Nuevo Testamento, con las palabras del Señor en la Última Cena, antes de Su Pasión (Juan 14, 16-17; 14, 26; 15, 26). Después de la oración de invocación, el sacerdote pronuncia la doxología que proclamaron las legiones celestiales cuando la Natividad del Señor en el portal de Belén: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lucas 2, 14), porque la Divina Liturgia representa una actualización del nacimiento, la vida, la muerte y la Resurreccion de Cristo. Constituye, además, la forma perfecta del culto cristiano de adoración, de alabanza, de agradecimiento y de testimonio de nuestra fe, que se dirige a Dios por medio de Su Hijo Jesucristo (Romanos 16, 27; Filipenses 1, 2-3, 19;).