Palabras de espiritualidad

La luz de Cristo nos ilumina, como otrora lo hiciera con los santos y los mártires

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Los santos, iluminados por el Espíritu Santo, eran más sabios que las serpientes del demonio, porque presentían y destruían todas las trampas del maligno, pero también eran mansos como palomas, porque cultivaban un profundo amor al prójimo y a sus enemigos.

Pongamos a Cristo, nuestro Señor, como un sol en lo alto de nuestra alma, y Él nos iluminará y calentará toda la tierra de nuestra vida, que no tardará en dar frutos. Entonces, el sol del hombre viejo “se oscurecerá, la luna no alumbrará, las estrellas caerán del cielo” (Mateo 24, 29). Tal fue el caso de San Antonio el Grande, quien, aun siendo inculto, superaba en sabiduría a los filósofos que iluminaban sus mentes con la “lámpara” y el “sol” de la ciencia de este mundo.

Y, ya que no cualquiera puede alcanzar semejante nivel de sabiduría, cada vez que tengamos alguna duda debemos acudir a los textos de los Santos Padres y a los siete Concilios Ecuménicos que no se apartan del Evangelio de Jesús. Estos tienen que ser nuestros primeros padres espirituales; y, en segundo lugar, los “niños” a los que Dios les reveló la verdad conocida solamente por los eruditos. Así las cosas, si se trata del demonio y sus servidores, tenemos que ser como “serpientes”, y si se trata de Jesús y Su Evangelio, tenemos que ser como “palomas” y “niños”, sin maldad y sin ardides.

Los santos, iluminados por el Espíritu Santo, eran más sabios que las serpientes del demonio, porque presentían y destruían todas las trampas del maligno, pero también eran mansos como palomas, porque cultivaban un profundo amor al prójimo y a sus enemigos, sin enfadarse jamás y sin odiar a nadie.

En este aspecto, ellos siguieron el ejemplo del Señor, Quien, en lo que respecta al cuerpo y a todo lo material, cedió de tal forma que hasta aceptó ser clavado en una Cruz, y en lo que respecta al alma y las cosas espirituales, fue tan intransigente que terminó venciendo al mundo mismo.

(Traducido de: Arhimandritul Paulin LeccaAdevăr și Pace. Tratat teologic, Editura Bizantină, București, 2003, pp. 194-195)