La luz que cada uno está llamado a ser
¿Es que una mano tendida con discreción a uno de nuestros “hermanos más pequeños”, o una palabra de consuelo ofrecida a un enfermo en su lecho de muerte, capaz de iluminar sus últimos instantes de vida, no valen más que esa soberbia grandeza que muchos anhelamos?
Muchas veces nos sentimos descontentos por el trabajo que es nuestra obligación realizar, considerándolo insignificante. Por el contrario, buscamos la grandeza y el brillo, soñamos convertirnos en faros que alumbren a la distancia, o en refulgentes cirios que libren de la perdición a “legiones” de nuestros hermanos que están entre tinieblas. Despreciamos, así, nuestro modesto rol de lámparas encendidas en un oscuro rincón de una estancia, alumbrando tenuemente la vida de un modesto campesino. ¿Es que una mano tendida con discreción a uno de nuestros “hermanos más pequeños”, o una palabra de consuelo ofrecida a un enfermo en su lecho de muerte, capaz de iluminar sus últimos instantes de vida, no valen más que esa soberbia grandeza que muchos anhelamos?
Hay muchos que creen que de los frutos de nuestra fe cristiana tendrían que gozarse otros, afuera del círculo familiar. ¡Al contrario, nuestro propio hogar es el sitio en donde tendrían que empezar a mostrarse! Cada uno tendría que poner en práctica, en su propia casa, las virtudes cristianas, características de todo buen hombre de familia, de toda madre amorosa y de todo hijo obediente. Esas virtudes embellecen la vida familiar y eliminan los obstáculos del camino que estamos llamados a seguir en esta vida, irradiando a nuestro alrededor esa luz que “alumbra a todos los que están en la casa”, una luz que también da calor, porque su fuente es el amor que viene directamente desde Dios.
(Traducido de: Fiecare zi, un dar al lui Dumnezeu: 366 cuvinte de folos pentru toate zilele anului, Editura Sophia, p. 268)