La mejor herencia para los hijos
Cuando los niños ven que sus padres se aman, se respetan, se esfuerzan en mantener la armonía, oran juntos, etc., graban todo eso en sus almas.
Muchos padres discuten frente a sus hijos, y con esto les dan un ejemplo muy negativo. Finalmente, los pobres niños son los que sufren. Y después, para consolarlos, los padres les cumplen todos sus antojos. Dice el padre: “Hijito querido, ¿qué quieres que te compre?”. Viene después la madre, con unas palabras más o menos parecidas y, entre tanto consentimiento, van criando hijos caprichosos y pretenciosos. Algunos años más tarde, cuando los padres no pueden darle al muchacho lo que les pide, este los amenaza con toda clase de cosas, incluso con suicidarse.
¡Qué beneficioso es el buen ejemplo de los padres! Por ejemplo, hoy vino a verme una familia muy unida y piadosa. Tienen dos hijas pequeñas, una de unos tres años, y la otra de unos cinco. ¡Cuánta alegría me compartieron! Son como dos pequeños ángeles. Se sentaron juntas, en sendas sillas, e inmediatamente las dos tiraron hacia abajo la orilla de sus vestiditos, para cubrirse las rodillas. ¡Cuánto recato, cuánto respeto! Y todo eso, indudablemente, fruto del ejemplo de los padres. Cuando los niños ven que sus padres se aman, se respetan, se esfuerzan en mantener la armonía, oran juntos, etc., graban todo eso en sus almas. Por eso es que digo que la mejor herencia que los padres les pueden dejar a sus hijos es la devoción.
Me acuerdo también de una niñita que conocí en Canberra, Australia. Fue un día en el que estuve conversando con muchas personas. Cuando estábamos por irnos, de la nada apareció un automóvil, el cual se detuvo justo frente a nosotros. Del vehículo descendió una pareja con su pequeña hija. “¡Qué bueno que todavía lo encontramos, padre!”. “Sí, casi estábamos por irnos…”. “Padre”, dijo el esposo, “no es necesario que hable también conmigo, prefiero que aconseje solo a mi esposa, porque es muy sensible y necesita desahogarse…”. Asentí, y nos retiramos un poco con aquella mujer para dialogar. Pero la niñita vino corriendo detrás de nosotros. Me incliné hacia ella y le dije: “Espéranos aquí, tengo que hablar algo importante con tu mamá”. “¿Tú tienes mamá?”, me preguntó la pequeñita. “No tengo”, reconocí con una sonrisa. En ese momento, sus ojitos se llenaron de lágrimas. “¿Quieres que te regale a mi mamá?”, me preguntó. Yo le respondí con una pregunta: “Y abuelo, ¿tienes?”. “No”. “¿Quieres un abuelo?”. “Sí. Pero ¿cómo quieres que hagamos? ¿Te quedas en nuestra casa o venimos a vivir contigo?”, me dijo. ¡Cuánta nobleza! ¡Un niño pequeño dispuesto a darle su mamá a alguien que no tenía una! Después, también pude hablar con el padre. Lo abracé y lo felicité. ¡Cuántas bendiciones no les di!
Si personas así pueden conmover a alguien que tiene un corazón duro… ¡cuánto más no habrán de conmover a Dios!
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Cuvinte duhovnicești IV: Viața de familie, Editura Evanghelismos, București, 2003, pp. 101-103)