Palabras de espiritualidad

La primera y la última tentación de la humanidad

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Nuestros actos son determinados por los valores en los que creemos. Como la historia es cíclica (nos lo dice el sabio rey Salomón), creo que la civilización humana se encuentra cerca de conocer una gran tentación, la última de todas.

La historia tiende a repetirse. Incluso en el campo de las tentaciones, en donde no hay nada nuevo bajo el sol. La tentación primordial de la humanidad se convierte en la tentación del tiempo actual. El hombre se halla en camino de dominar el universo material, con la tecnología y el conocimiento, pero tiende a olvidarse de su perfeccionamiento espiritual. Y hay algunos que quisieran dominar las almas de sus semejantes, ser sus dioses.

La Escritura nos da algunos detalles de las formas en que el maligno tienta al hombre. También en la tentación del Señor encontramos una gradación, un crecimiento en la intensidad de la tentación misma: partiendo de las tentaciones relacionadas con el fundamento material de la existencia (el pan), pasa por las tentaciones de tipo supersticioso (tentar el poder de Dios), y termina con la tentación de todas las riquezas del mundo, prácticamente con el poder ilimitado de controlar el mundo material.

¿Hay algo más terrible que esto? La tentación de ser Dios Mismo. Es justo la primera tentación que el maligno lanzó a la humanidad: proponerles ser como Dios. Esta tentación es difícil de reconocer, sobre todo porque el mismo hecho de hacernos discípulos de Cristo nos promete devenir en hijos de Dios, por la Gracia. La diferencia es evidente. “hijos”, por la semejanza de la persona, no en esencia. La diferencia entre esencia y persona fue precisada con claridad en el I Concilio Ecuménico. Así, el hombre no puede ser Dios por esencia, por naturaleza, pero puede alcanzar la semejanza con Él por medio del amor sacrificial y santificador hacia Él y hacia el prójimo. Es decir, por la Gracia.

Pero alguien preguntará: “¿Para qué sirve todo este discurso, aparentemente especializado en teología?”. La respuesta es simple: nuestros actos son determinados por los valores en los que creemos. Como la historia es cíclica (nos lo dice el sabio rey Salomón), creo que la civilización humana se encuentra cerca de conocer una gran tentación, la última de todas. ¿Cuál? Que aquellos que ahora tienen el poder, el control y los recursos de esta vida material, terminen creyéndose los dioses de los demás.

Observo, con tristeza, que muchas personas empiezan a creerse los soberanos de sus semejantes, manipuladores del pan y el cuchillo, los que reparten los recursos necesarios para la vida, dueños de islas, bosques y tierras, decidiendo sobre la vida de los demás: salarios, alimentación, salud, educación, cultura, natalidad, etc.

La comodidad, el bienestar, los placeres mundanos y la posición de autoridad sobre los demás son, para muchos de nosotros, cosas realmente difíciles de manejar. Se dice que el peso de la libertad es más difícil de soportar que el de una dictadura.

Así, el círculo de las tentaciones está completo. El pan, los recursos materiales, las ideologías y las riquezas del mundo no son sino peldaños, en la escalera de las tentaciones, hasta llegar a la tentación suprema: creerte dios. Muchos bregan por llegar a ser poderosos y ricos, pero, para algunos, eso no es suficiente. No basta con dominar la materia, porque no tiene ningún valor si no eres también el soberano del alma del otro. Estamos hablando de un dios del dominio más cruel, carente de todo amor al prójimo. Un dios que transforma a sus súdbitos en esclavos, sus caprichos en leyes, los vicios en virtudes y las desviaciones de la mente en razones de Estado.

¡Qué gran diferencia hay entre ese estado y aquel otro en el cual el Verdadero Dios se humilla y se hace hombre, con tal de amarnos hasta el fin, el fin de la muerte por amor en la Cruz! ¡Para llamarnos amigos y parientes Suyos!

No obstante, sabemos de dónde viene esa tentación. El demonio no hace sino repetir sus mentiras y ardides, que son los mismos desde los orígenes de la humanidad: “Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.

¿Acaso es tan necesario conocer el mal?

Yo creo que no, desde el momento en que ni siquiera Dios conoce el mal.