Palabras de espiritualidad

La recompensa de Dios

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

¿Cómo se me ocurre salir como un soldado sin su espada? No es piadoso, e incluso los mismos laicos me van a juzgar cuando me vean... ¡un monje sin su cuerda de oración!”.

Te relataré algo que ocurrió hace más o menos un año. En un monasterio de Besarabia, en donde yo vivía, habitaba también un anciano monje muy virtuoso. Un día, una tentación empezó a provocarle: sintió deseos de comer algo de pescado seco. Y, sabiendo que en el monasterio no había nada parecido, empezó a pensar en salir afuera y comprarlo... Mucho tiempo luchó con esa idea, repitiéndose a sí mismo que el monje debe contentarse con lo que se le sirve en el monasterio, que es lo mismo que comen todos los monjes, evitando todo lo que pueda llevarle al amor por los placeres. Finalmente, los embates del maligno terminaron venciéndole y, prisionero de aquel apetito, se decidió a salir y procurarse ese pescado seco. Hallándose ya en las calles de la ciudad, notó que había olvidado su cuerda de oración. Así, pensó: “¿Cómo se me ocurre salir como un soldado sin su espada? No es piadoso, e incluso los mismos laicos me van a juzgar cuando me vean... ¡un monje sin su cuerda de oración!”. Cuando estaba por volverse al monasterio, se llevó la mano al bolsillo y notó que ahí estaba el komboskini. Entonces, lo sacó, se persignó, se lo ató a la mano y prosiguió con su camino original. Llegando al mercado, vio que junto a un tenderete había un caballo atado a un carruaje lleno de unos enormes barriles. Repentinamente, asustado por quién sabe qué, el caballo se encabritó y se echó a correr, arrastrando tras de sí el carruaje. En su agitación, el animal golpeó fuertemente al monje en uno de los hombros, arrojándole al suelo, pero sin llegar a herirlo de gravedad. A los pocos metros, el carruaje volcó estrepitosamente, cayendo al suelo su pesada carga. Asombrado, el monje se levantó del suelo y le agradeció a Dios por haberle salvado, porque si el carruaje hubiera volcado un segundo antes, aquellos barriles le habrían aplastado.

Sin pensar más en lo acontecido, el monje entró a la primera pescadería y compró lo que se había propuesto. Al volver a su celda, preparó el pescado y se lo comió. Más tarde, después de hacer sus oraciones, se tendió a dormir. Soñando, vio que se le acercaba un anciano desconocido, con semblante muy agradable, quien le dijo: “Escúchame: yo soy el patrón de este lugar y quiero ayudarte a espabilar, para que entiendas la lección que recibiste hoy. La débil oposición que demostraste ante los placeres de los sentidos y la dejadez para entenderte contigo mismo y presentarte a ti mismo como ofrenda, le otorgaron al maligno la ocasión perfecta para acercarse a ti y prepararte ese terrible accidente. Pero tu ángel guardián supo preverlo todo, y te dio la oportunidad de orar y acordarte de tu cuerda de oración. Y, porque aceptaste ese pensamiento y le obedeciste, como quedó evidenciado, te libraste de las garras de la muerte. ¿Ahora ves cuán grande es el amor de Dios por los hombres y cuán abundante es Su recompensa por un pequeño paso hacia Él?

Luego de pronunciar estas palabras, el anciano desapareció. El monje, entonces, hizo una postración hasta el suelo. En ese instante se despertó, pero no en su lecho, sino en la puerta de la celda, con las manos elevadas al cielo y postrado de rodillas. Después corrió a contar lo sucedido a los demás monjes, entre los cuales estaba yo.

(Traducido de: Pelerinul rus, Ed. Bunavestire, Bacău, 2008, p. 112)