La reconciliación con Dios y con nuestros semejantes, base del Sacramento de la Confesión
“Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos"” (Juan 20, 22-23).
El Señor nos dejó el Sacramento de la Confesión, el único que instituyó después de Su Resurrección. Porque, entrando en aquella cerrada estancia donde se escondían sus discípulos por temor a los judíos, les dijo: “¡La paz sea con vosotros!”, y los instó a dejar de temer, para después soplar sobre ellos y decir: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos"” (Juan 20, 22-23).
Pero no confundamos las cosas, porque no es el sacerdote quien, directamente, te absueve de tus pecados. No es el sacerdote quien nos exime de ellos, sino que, con la potestad que se le concedió, al poner la mano sobre la cabeza del penitente y pronunciar la respectiva fórmula de absolución, esos pecados, que tú mismo confesaste con arrepentimiento, humildad y la determinación de no volverlos a cometer —y recibiendo el respectivo canon de penitencia por ellos—, quedan borrados del libro donde estaban escritos y no se te volverá a pedir explicaciones por ellos ni al morir, ni cuando tu alma sea enviada al lugar de luz o de condena, hasta el Juicio Final. Nunca más. ¡Precisamente por eso es que los demonios luchan terriblemente contra nosotros!
(Traducido de: Arhimandritul Ioanichie Bălan, Spovedania, Taina împăcării, Editura Doxologia, Iași 2013, p.9)