Palabras de espiritualidad

La Resurrección de Cristo, fuente de esperanza

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

¡Con Cristo en nuestros corazones, venceremos el mal que hoy nos inunda! ¡Que Dios nos ayude! ¡Cristo ha resucitado!

En estos días hemos experimentado momentos de auténtica vida cristiana, junto con nuestro Señor Jesucristo: hemos orado a Su lado, lo hemos recibido con ramos y palmas, el Domingo de Ramos, cantando: “¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor!” (Mateo 21, 9) y también partimos con Él al camino de la Cruz y del dolor, participando con profunda tristeza en Su Pasión. Hemos sido testigos impotentes de los terribles dolores que soportó, de la tración de Judas, de las burlas, los golpes y la muerte en la Cruz del Hijo de Dios. Lo hemos llorado con nuestras lamentaciones. Lo hemos colocado en un sepulcro nuevo, con José y Nicodemo, y hemos esperado, orando, con esperanza y manteniendo en la mente las palabras que Él mismo pronunciara al cumplir con Su misión en este mundo: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá. ¿Crees en esto?”  (Juan 11, 25). ¡Y hemos creído!

“Cristo resucitó de entre los muertos, pisoteando a la muerte con la muerte”

 “Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe: todavía estáis en vuestros pecados” (I Corintios 15, 17). Y al tercer día, según las Escrituras, hemos esperado con emoción el santo milagro de la Resurrección, “Estaba escrito que Cristo tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día” (Lucas 24, 46). Dios, en Su gran amor, viendo que la humanidad se hundía cada vez más en el abismo del pecado, le prometió qne enviaría desde lo Alto, desde Su Reino, un Redentor, un Mesías, que perdonaría los pecados del mundo. Así fue como Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, descendió entre nosotros desde las Alturas, vivió como nosotros, asumió el sufrimiento y después venció a la muerte, pasando por la fría piedra del sepulcro.

La victoria de Cristo sobre la muerte es un don inconmensurable para la humanidad, para que sea inmortal. Nuestras almas se pueden alegrar en el Reino eterno de Dios, con la condición de que entendamos que Cristo es el centro de nuestra existencia. La luz de Su Resurrección desciende a nuestros corazones año tras año, siglo tras siglo, hasta Su Segunda Venida: “La Luz de la Resurrección del Señor llenó de luz al cielo, la tierra y también al infierno; y a todos los que se hallaban sometidos por las cadenas de la muerte, a la esperanza de la resurrección y la felicidad eterna los llevó, cuando el Redentor bajó al infierno” (Padre Ilie Cleopa). Vivimos días de gran gozo espiritual y, aunque actualmente la humanidad entera es golpeada por un enemigo invisible, la Santa Luz descendió en Jerusalén, lo cual nos demuestra una vez más el infinito amor y el perdón de Dios para con nosotros, los hombres. Con Su Resurrección, Cristo nos da otra oportunidad. Él es la Luz que venció a las tinieblas de la muerte. Él es la Luz que nos da la esperanza.

Sobre este mundo, lleno de oscuridad, de dolor y de temor, brotó la fuente de vida, de júblio, de esperanza y de bendición. El período tan difícil que hoy en día atraviesa la humanidad será superado más fácilmente manteniendo la mente dirigida a Cristo, única Fuerza en este mundo, porque Él es dador de vida y un médico infalible. Y, tal como el Hijo del Hombre venció a la muerte, también nosotros venceremos, amados hijos: “Pero en todo eso saldremos más que vencedores, gracias a Aquel que nos amó” (Romanos 8, 37). Mantengamos la esperanza en Dios y llenémonos de valor, porque nuestro Señor nos exhorta: “En el mundo tendréis tribulaciones; pero tened ánimo, que yo he vencido al mundo” (Juan 16, 33).

Sobre el sentido místico de la Resurrección, San Máximo el Confesor decía: “Todo lo que sea mortal y pecador debe morir para recibir la inmortalidad, la resurrección y la transformación”. Así, por la Resurrección del Señor, nuestra vida puede cambiar. ¿Cómo? Apartándonos de la muerte del pecado, acercándonos a las virtudes, viviendo auténticamente la alegría y recibiendo en nuestros corazones al Señor Jesucristo. Nuestras almas deben convertirse en altares vivos en los que la Luz de la Resurrección debe permanecer siempre encendida. Cristo Jesús es la Luz eterna, y aunque los hombres lo traicionaron, se burlaron de Él, lo golpearon y lo crucificaron, Él siguió siendo Luz. Los hombres no consiguieron, ni por medio del odio, ni con la injusticia, cambiar el amor infinito de Dios.   

¿Cómo dar testimonio del gozo de la Resurreción del Señor? En primer lugar, anunciando sin temor esta alegría inmensa, con el saludo: “¡Cristo ha resucitado!”, “¡Verdaderamente ha resucitado!”. Pronunciemos estas palabras siendo conscientes de que, con Su Resurrección, Cristo nos resucitó también a nosotros de la muerte del pecado. (…) Otro aspecto esencial en estos días de fiesta, es permanecer “conectados” en la santidad y, aunque las iglesias estén cerradas —por los motivos que todos conocemos—, es importante que cada uno de nosotros tenga en su hogar un rinconcito sacro (con íconos y una veladora), para arrodillarse y orar fervientemente al Padre celestial.

Pidamos, en estos momentos, por aquellos que sufren, pero también por quienes partieron demasiado pronto al Señor. La Santa Luz de Jerusalén llegó también a los hospitales, al lecho de los que sufren, quienes tanto necesiaban de ella, para fortalecer sus cuerpos y sus almas. 

La finalización de período de ayuno no significa que tenemos licencia para toda clase de pecados. Es bueno permenecer en la Gracia y conservar la Luz de Cristo en nuestros corazones. En estos momentos de alto sentido espiritual, el demonio espera ansiosamente desviar nuestra atención de los verdaderos valores de la vida. La alegría de la Resurrección tiene que ser vivida con equilibrio, con sabiduría y con mucha oración al Señor.

Tengamos la esperanza, amados hijos, que, junto con la Resurrección del Señor, el mundo entero será librado del mal, nuestras vidas adquirirán un sentido distinto y viviremos un volver a empezar: “Tal como el sol surge en otro mundo, también el cristiano, por la Resurreción de entre los muertos de Jesucristo, recibió la certeza de que luego viene un refulgente amanecer, un nuevo día, una nueva vida” (Arzobispo Justiniano Chira).

En estos días tan llenos de luz y esperanza, tendríamos que pensar mucho más en nuestra relación con Dios. Acerquémonos a Cristo, extirpémonos las espinas del pecado de nuestros corazones (como el egoísmo, el orgullo, el odio y la envidia), porque el Señor quiere que nuestro corazón sea puro y acogedor, no frío y petrificado por el pecado. Dejemos que sobre nosotros rebose el Manantial de vida y esperanza, nuestro Señor Jesucristo. Con esto, cada día será un gozo y cada mala noticia que recibamos tendrá su consuelo. Cristo venció a la muerte para que nosotros tuviéramos vida eterna en el Reino de Dios.

¡Caminemos en la senda de la responsabilidad, de la fe y del amor infinitos! Es la ocasión para armarnos con la esperanza. ¡Con Cristo en nuestros corazones, venceremos el mal que hoy nos inunda! ¡Que Dios nos ayude! ¡Cristo ha resucitado! ¡Paz y alegría para todos!