Palabras de espiritualidad

La vida en una comunidad monástica

  • Foto: Silviu Cluci

    Foto: Silviu Cluci

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En el monasterio no importa si eres inteligente o ignorante, culto o inculto, bueno o malo, fuerte o débil, sano o enfermo. Lo que importa, en primer lugar, es el provecho espiritual de cada monje. El monasterio intenta encontrar un beneficio espiritual para el que ha venido a Cristo, para que se gane la eternidad y el Paraíso.

El monacato es una verdadera comunidad, una congregación. En el monasterio no somos simples individuos o nombres, porque todos constituimos un sólo corazón, un sólo cuerpo. No estamos separados. Y, tal como los monasterios usualmente tienen más monjes que celdas, cada uno vive junto a otro y respira del amor que brota de su corazón. En este aspecto, el monacato toma el modelo del Cielo. La Iglesia toma estos modelos y se los ofrece a los fieles, como lo hicieran los Santos Padres.

Es una idea común que, cuando alguien decide irse a vivir al monasterio, es porque quiere huir de la sociedad y volverse salvaje. Quienes piensan así, es porque ignoran que los monjes son las personas más sociables. No es posible ser monje si no se es una persona sociable, si el individuo no es capaz de comunicarse con los demás y enfrentar todas las dificultades sociales. Si le parece complicado casarse y formar una familia, tampoco el camino del monasterio es el suyo. Para hacerse monje, el individuo debe sentirse seguro de su propia vida. En consecuencia, el monje tendrá éxito en todo lo mencionado, si lo ama y si no lo rechaza, lo condena o lo desprecia. Dicho a la inversa, tendrá éxito si simplemente prefiere algo más elevado para su vida.

El monasterio es una comunidad muy acogedora. Todos sus miembros son los de un cuerpo, el de Cristo. El monje siente lo que el Apóstol Pablo les dijo a los Corintios: “si un miembro sufre”, por ejemplo, mi mano izquierda, “todos los demás miembros sufren también” [1]. Es decir que los ojos se inclinarán para ver qué le pasa a esa mano y la otra intentará ayudarla. Todos nuestros miembros se ayudan recíprocamente. Si uno de ellos sufre, el otro se entristece y lo ayuda. Si uno de los miembros es beneficiado, los demás se alegran también, al igual que el cuerpo entero.

Hablemos ahora de las condiciones sociales del monasterio, empezando con la propiedad, un tema del que tanto se suele hablar. ¡Cuántas leyes son aprobadas y cuántos juicios se realizan diariamente por cuestiones de propiedades! En el caso del monje, no tiene permitido decir que tan siquiera un lápiz le pertenece. El “tuyo” y el “mío” no existen en el monasterio. Los fieles aman los monasterios y por amor llenan de obsequios a los monjes, pero ninguno de ellos conserva nada de lo recibido. Todo se lo dan al stárets o le piden al higúmeno que lo reparta entre la gente. No existe eso de decir “esto es mío” o “esto es tuyo”. Está prohibido, es algo que simplemente no existe. Por tal razón, el principal motivo de la decadencia (humana) —porque es a partir de esto que surgen los más grandes conflictos [2]—, sencillamente no existe en el monasterio.

Hablemos ahora del régimen de trabajo en el monasterio.

¿Cómo se trabaja en el monasterio? En el mundo, cuando el joven o la joven termina por completo sus estudios escolares y elige entre ir a la universidad o empezar a trabajar, debe competir con otros candidatos. Después, se esforzará, perseverará, se enfermará varias veces, tendrá que descansar, se recuperará, volverá al trajín, etc. ¡Cuántas cosas debe enfrentar hasta alcanzar su objetivo, claro está, si ese es el camino que quiere seguir en su vida!

En el monasterio no existe esa lucha, porque no existen esas pretensiones. Nadie dice “yo quiero trabajar en esto o aquello como regla de obediencia”. Claro que el monje puede dar su opinión, su punto de vista, porque el monasterio no es un reclusorio. Es un mundo libre y cada uno ofrece lo que desea, lo que quiere su corazón. En consecuencia, como hombre libre, cada uno puede dar su opinión, pero nadie es verdaderamente libre si no es capaz de controlar su propio carácter, la naturaleza de su voluntad. Así, no existe ese deseo que crea la infelicidad en nuestra vida.

Aún más: el criterio no es la destreza o la habilidad. En el mundo, el que tiene la suficiente capacidad intelectual entra a la universidad, y el que no la tiene, no entra, debiendo enfrentar mayores cargas para asegurarse la supervivencia. En el monasterio no importa si eres inteligente o ignorante, culto o inculto, bueno o malo, fuerte o débil, sano o enfermo. Lo que importa, en primer lugar, es el provecho espiritual de cada monje. El monasterio intenta encontrar un beneficio espiritual para el que ha venido a Cristo, para que se gane la eternidad y el Paraíso. “Esta obediencia le ayuda, la otra le cansa... Lo pondremos, entonces, y sin que él lo sepa, a hacer algo que le sea de beneficio”.

De igual forma, se toma en cuenta el provecho de la comunidad entera. Como habrán notado, he utilizado la palabra “obediencia” [3] y no “oficio”, porque, en el monasterio, con mi trabajo le estoy sirviendo a mi hermano, haciéndome su servidor, para cumplir con el rol de Cristo, quien “no vino a ser servido, sino a servir” [4] . El monje está lleno de ese deseo de servir a otros. Luego, el segundo criterio es el servicio, el provecho de la comunidad.

A continuación, hablemos de la paz entre los miembros del monasterio. Supongamos que hay un profesor que no está de acuerdo con las disposiciones del director de la escuela. ¡Cuántas discusiones, cuántas riñas, cuántos insultos, cuántos pecados, cuántos engaños, cuántos conflictos podrían surgir entre ellos! En el monasterio, cuando vemos que hay dos que no se entienden, porque son débiles, si no podemos hacerlos más fuertes —y es normal que no todos sean fuertes—, cuando venga el momento de repartir nuevamente los trabajos de obediencia, cada uno de ellos recibirá uno diferente. Lo importante es que todo se resuelva en paz.

Vemos, pues, que la responsabilidad no es del monje. Él está tranquilo, libre de todo cuidado y preocupación. Cumple obedeciendo, sirviendo al cuerpo de la comunidad y edificando su propia alma. Tiene el corazón contento y libre, apto para poder orar.

Hemos hablado de las propiedades y del trabajo. Hablemos ahora de la justicia. Las personas de hoy dicen que no es amor lo que nos falta, sino justicia. Pero, nosotros decimos que la justicia es algo que encontraremos en lo alto, en el Cielo, y que aquí en en la tierra lo que necesitamos es amor. Y, ya que sabemos que la justicia depende del amor verdadero, nuestra justicia lleva al amor y nos da el cetro del amor.

El amor es un don de Cristo para con Su Cuerpo [5] y, en primer lugar, para con la comunidad monástica. En consecuencia, sin amor no es posible la vida en comunidad. Los monjes viven, porque aman. El amor es una imitación de Cristo, porque “Él nos amó primero a nosotros” [6]. Así las cosas, cuando amo, es que he recibido un don, la Gracia de Dios, y estoy imitando a Cristo.

(Traducido de: Despre Dumnezeu. Rațiunea simțirii, Indiktos, Atena 2004)

[1] I Corintios 12, 26-27.

[2] San Juan Crisóstomo, Homilía XXXIII.

[3] En griego, la obediencia monacal se denomina διακονήματα, que podría traducirse más exactamente más como “servicio” que “obediencia”, aunque se refiere a la misma cosa: los trabajos que el monje realiza en el monasterio.

[4] Mateo . 20, 28.

[5] Efesios 5, 25. 

[6] I Juan 4, 19.