La vida monacal tiene como ejemplo la vida misma de Cristo
El ejemplo de la vida personal de nuestro Señor, especialmente en el desierto, en donde libró una dura lucha contra el maligno, es el amor al sacrificio. El Señor ayunó, veló, oró, rechazó las riquezas, guardó la castidad. Todos estos son ejemplos de un gran amor al sacrificio.
“El principio de la sabiduría es el temor de Dios” [1]. Y “con el temor de Dios, el hombre se cuida del mal” [2]. Constamente sometido a la corrupción y la muerte, que son las consecuencias de la caída, el hombre es constantemente fustigado por el pecado, que tiene un sinfín de rostros. El pecado “se ha enraizado en sus miembros” [3] y, “como un aguijón de la muerte” [4], arrastra al hombre a la esclavitud. En esta anatomía de la forma en que el mal, que es contrario a nuestro ser, obliga al hombre a obrar el mal que no quiere [5] y a rehusar lo que le propone el bien, los Santos Padres descubrieron que el amor propio es la raíz principal de esta perversión.
Aunque, normalmente, a este coloso de la perversión se le llame “amor propio”, en su actuar se llama “amor a los placeres”, término que abarca a todas las pasiones y apetitos. Cada monje, conociendo esta diferencia, se enrola metódicamente en este ejército místico, en donde las flechas “no son humanas, sino divinas; capaces de destruir fortalezas, de deshacer las acusaciones” [6] para deshacer los engaños y ardides del enemigo. Aunque en la lista de los principales males, junto con el amor propio están el egoísmo y la gula, el lugar principal en la lucha contra el hombre le pertenece siempre el amor a uno mismo, porque este se sustenta también en factores naturales, como los que respectan al respeto a las leyes de la vida [7].
A estos “tres colosos de las pasiones”, como son llamados en patrísticamente, los enfrentó y venció nuestro Señor en el desierto, después de Su Bautizo, y nos transmitió los secretos de esta lucha. Trabajando junto con la Gracia del Espíritu Santo y con la buena disposición del hombre, el monje avanza en la imitación de nuestro Señor Jesucristo, empezando la cruenta lucha contra estos males tan grandes, de los cuales el primero es el amor a uno mismo. Y ahora diré la razón de esto. Cualquier cosa que sea y se llame “pasión” y “apetito”, no representa la necesidad racional de una exigencia natural, sino un impulso irracional de las concupiscencias de la parte pasional de la vida contra-natura, y el propósito pretendido es el placer que viene de ello.
En consecuencia, el placer, como madre de la vida en los apetitos, es el propósito de la vida pasional y de pecado. Así, el amor propio, cuando es puesto en acción, es llamado también “amor a los placeres” y en contra de él luchan “todos los que son de Cristo”, quienes abrazan el amor al sacrificio. El ejemplo de la vida personal de nuestro Señor, especialmente en el desierto, en donde libró una dura lucha contra el maligno, es el amor al sacrificio. El Señor ayunó, veló, oró, rechazó las riquezas, guardó la castidad. Todos estos son ejemplos de un gran amor al sacrificio.
Sobre esta base, a continuación, nuestros Padres agregaron también los demás detalles de la parte práctica de la vida ascética, organizando su propio ideal de vida, que es y se llama “monaquismo”. Luchando metódicamente, por medio de la práctica del amor al sacrificio, en contra de cualquier movimiento de las pasiones, el monje vence, con el don de Cristo, los apetitos y las pasiones de la vida contra-natura.
(Traducido de: Gheron Iosif Vatopedinul, Cuvinte de mângâiere, Editura Marii Mănăstiri Vatoped, Sfântul Munte, 1998, traducere de Laura Enache, în curs de publicare la Editura Doxologia)
[1] Proverbios 1, 7.
[2] Proverbios 3, 7.
[3] Romanos 7, 5
[4] I Corintios 15, 56.
[5] Romanos 7, 19.
[6] II Corintios 10, 4.
[7] Es decir, el instinto natural de auto-conservación.