Las consecuencias de la ingratitud con Dios
Si le preguntabas: “¿Cómo va todo?”, respondía: “¡Déjame en paz, no me preguntes!”. Jamás decía: “¡Gloria a Dios por todo!”, sino que siempre se estaba quejando.
Esa actitud de lamentarnos continuamente atrae como una maldición. Es como si el hombre se maldijera a sí mismo, después de lo cual viene la ira de Dios.
Recuerdo que conocí a dos campesinos de Epiro. El primero de ellos era un hombre de familia, quien tenía dos pequeños y modestos huertos, y siempre le confiaba todo a Dios. Trabajaba todo lo que podía, sin estresarse. “Haré solamente cuanto pueda hacer”, decía. A veces no lograba segar todo el trigo, de tal suerte que muchas espigas terminaban pudriéndose con la lluvia, y a otras se las llevaba el viento. Pero siempre agradecía: “¡Gloria a Ti, oh Dios!”, y todo iba bien en su hogar. El otro campesino, al contrario, tenía muchos terrenos y cabezas de ganado, pero no hijos. Si le preguntabas: “¿Cómo va todo?”, respondía: “¡Déjame en paz, no me preguntes!”. Jamás decía: “¡Gloria a Dios por todo!”, sino que siempre se estaba quejando. ¿Y cuál era la consecuencia de dicha actitud? Que a veces se le moría una vaca, otras veces le pasaba algo peor. Tenía de todo, pero no le servía de nada.
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Cuvinte duhovnicești. Volumul 4. Viața de familie, Editura Evanghelismos, București, 2003, p. 158)