Lo que una humilde oración puede lograr
Le pedí al Señor: “¡Haz que cese la tormenta, Señor! ¡Tranquiliza las aguas, apiádate de estas criaturas Tuyas que sufren y líbralas de la tribulación!”.
La oración del soberbio es desagradable para el Señor, pero cuando el alma del hombre humilde se entristece, el Señor la atiende de inmediato.
Un anciano hiero-esquema-monje, que vivía en el Santo Monte Athos, vio cómo se elevaban las oraciones de los monjes se elevaban al cielo. No me sorprende. Ese mismo stárets, de niño, al ver la desesperación de su padre porque la sequía amenzaba con destruir la cosecha de todo el año, corrió a arrodillarse en el huerto y empezó a orar:
—Señor, Tú eres bueno, Tú nos creaste, nos alimentas y nos vistes. Mira, Señor, la tristeza de mi padre porque no ha llovido. ¡Haz que llueva sobre la tierra!
En ese mismo instante, el cielo se cubrió de densas nubes grises y empezó a llover torrencialmente.
Otro anciano monje, que vivía a la orilla del mar, cerca de un muelle, me contó lo siguiente: “Era una noche muy oscura. El puerto estaba lleno de barcos pesqueros. De la nada, se desató una fuerte tormenta. Los barcos comenzaron a golpearse unos contra otros. Los pobres pescadores corrieron a tratar de amarrar bien las embarcaciones al muelle, pero era imposible, en aquella oscuridad y con semejante tormenta. Todos gritaban, asustados, desesperados… Era una escena realmente terrorífica. Sentí que en mi corazón se encendía un profundo dolor por todas aquellas personas y empecé a orar y llorar. Le pedí al Señor: ‘¡Haz que cese la tormenta, Señor! ¡Tranquiliza las aguas, apiádate de estas criaturas Tuyas que sufren y líbralas de la tribulación!’. Y, milagrosamente, la tempestad se disipó en cosa de segundos. Las aguas se calmaron y los pescadores, llenos de júbilo, le agradecieron a Dios”.
(Traducido de: Cuviosul Siluan Athonitul, Între iadul deznădejdii și iadul smereniei, Editura Deisis, Sibiu, 2000, pp. 231-232)