Palabras de espiritualidad

Los desafíos de la Ortodoxia

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

La Ortodoxia no es una hacienda que puedes gastarte, sino un tesoro al cual estás llamado a contribuir. ¡Ser ortodoxo no significa envanecerte con la herencia recibida!

El primer domingo del Gran Ayuno (Cuaresma) es llamado “de la Ortodoxia”. En la Divina Liturgia se lee un fragmento del cuarto Evangelio (Juan 1, 43-51). Felipe lleva a Natanael con Jesús, presentado también como “el hijo de José de Nazaret” (v. 45). Aunque la primera reacción de Natanael es de desconfianza —“¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (v. 46)—, este finalmente acepta la invitación y da lugar al llamado: “Ven y verás” (v. 46). El hecho de que Jesís lo llame por su nombre antes de ser presentado y que demuestre que lo conoce “desde que estaba debajo de la higuera” (cf. v. 48) puede entenderse como un llamado al hombre para salir del aislamiento al que lo ha sometido el pecado, y así entrar en comunión con Dios y con los demás. Los primeros hombres cubrieron con hojas de higo su desnudez y se escondieron. También nosotros, cuando pecamos, vemos nuestra desnudez —porque “arcilla somos”— y tendemos a ocultarnos. Dios nos ve y nos conoce incluso en nuestra caída, llamándonos a donde está Él por medio de cualquier otro Felipe. Cuando nos acercamos al Sacramento de la Confesión, renunciamos a las hojas de higuera de la vida en pecado y, aún con nuestras dudas (y con el corazón en un puño), nos presentamos ante Dios tal como somos. Si tenemos esa honestidad y no somos falsos, podemos confiar que Dios Mismo nos recibirá y nos hablará por medio de nuestro padre espiritual. Después de confesarnos, “veremos cosas más grandes” (v. 50), es decir que comulgaremos con con los Santos Misterios en el marco de la Divina Liturgia, donde podremos ver “el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre” (v. 51). La Eucaristía nos enseña a no conformarnos solamente con la purificación de nuestros pecados y la obtención de las virtudes, sino también a ascender lo más posible en la Escalera al Cielo (por la cual “suben y bajan los ángeles” – cf. Génesis 28, 12), ahí donde está la patria por la que suspira nuestro corazón.

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La Ortodoxia no es una hacienda que puedes gastarte, sino un tesoro al cual estás llamado a contribuir. Ser ortodoxo no significa envanecerte con la herencia recibida, como el retoño de un millonario que no tarda en regodearse con lo que le ha dejado su padre. Eres ortodoxo, pero no por haber nacido así o por haber recibido esta herencia divina —la fe correcta—, sino solamente en la medida en que también tú participas de ello con tu esfuerzo, no enterrando el talento recibido. El hijo honra a sus padres cuando él mismo obra de la forma en ellos le enseñaron. Ningún hijo tiene un mérito personal por el hecho de haber sido engendrado por padres de una dignidad indiscutible.

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Muchas veces he señalado la violencia con que se refieren a la Ortodoxia algunos de los que renuncian a ella, desatando innumerables ataques en contra de la Iglesia. Esta es una clara señal de que aún no han hallado la paz. El modo en que combaten la fe que han abandonado denota un gran desasosiego. Algo semejante —desde un punto de vista psicológico— sucede con los ateos que no pueden contener sus ataques a Dios y a Sus siervos. ¿Cómo puedes luchar contra Alguien que, desde tu punto de vista, no existe? ¿Por qué te molesta un Dios del cual niegas Su existencia? A lo sumo, tendrías que tratarlo con indiferencia, y también a quienes le siguen. Pero es normal que quienes no aceptan a Dios muestren esa agitación o turbación. Cada uno de ellos, en su corazón, no está en paz. Y saben, de alguna manera, aunque no sean completamente conscientes de ello, que aún no han llegado a casa, que son hijos pródigos deambulando por los engañosos caminos de este mundo. Por eso, a todos ellos hay que verlos solamente con la añoranza de aquel que espera ver a su familia completa y que su hermano espabile. Y, si este es honesto en su búsqueda, claro que el reencuentro ocurrirá. Porque, tal como dice el padre Rafael, hijo del filósofo Constantino Noica, “La Ortodoxia es la naturaleza del hombre”.

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La Ortodoxia ha enfrentado tantos desafíos a lo largo de los siglos, que ninguna generación puede considerarse “tranquila”, alimentándose de una herencia a la cual no tiene nada que agregar. En la Ortodoxia recibimos una dote espiritual y material que tenemos tanto el derecho como el deber de acrecentar. Esta herencia no es una carga, sino un hecho, un marco que te da todas las condiciones para crecer espiritualmente, para acercarte a Dios. Pretender partir de cero con cada generación es como si cada familia recién fundada se fuera a vivir en medio de la naturaleza para redescubrir, por su propio esfuerzo, la civilización. Sería una actitud perjudicial y, ciertamente, retrógrada.

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En la Ortodoxia, el hombre aprende cómo llegar a la deificación, es decir, a unirse perfectamente con Dios, cultivando esa relación de amor. Esto es posible porque entre el hombre y Dios ha dejado de existir un abismo, ya que en Jesucristo se unieron la divinidad y la naturaleza humana. El mejor testimonio de que esto es posible lo tenemos en los santos, quienes renunciaron al mundo para obtener el amor de Cristo. Este ferviente amor de Dios también nos juzgará a todos cuando el fin del mundo tenga lugar, y será como un torrente de fuego que abarcará a toda la creación. Así pues, el hombre es libre de elegir entre el amor perfecto y divino, o la ausencia de este, llamado también “segunda muerte” (cf. Apocalipsis 21, 8). Ahí donde no hay amor, lo que hay es muerte.