Los monjes dedican su vida a amar a todos, amando a Dios
Si no nos esforzamos en amar a Cristo por sobre todas las cosas, nunca lo lograremos. Cristo debe ocupar el primer lugar de nuestro corazón. Haciéndonos monjes, renunciamos al derecho de amar a nadie más sino a Cristo, al igual que los novios renuncian a amar a nadie más cuando se casan, porque mutuamente se están entregando la vida entera. Y si intentaran amar a alguien más, estarían cayendo en infidelidad
Dios creó el corazón del hombre con un sólo propósito: que le amara. Sin amor no existe la vida, al igual que sin amor a Dios tampoco es posible la vida. Por eso, es imperativo enfrentarnos a la realidad que nos lanza esta interrogante: ¿A quién amamos, de hecho? Muchos, desde luego, responderán que se aman a sí mismos. Sin embargo, si un monje dice que se ama a sí mismo, es que no ama a Cristo. Y si no ama a Cristo, entonces deja de ser monje y no importa cuántos votos haya hecho, qué clase de hábitos utilice, o si se trata de un stárets o un novicio.
Si no nos esforzamos en amar a Cristo por sobre todas las cosas, nunca lo lograremos. Cristo debe ocupar el primer lugar de nuestro corazón. Haciéndonos monjes, renunciamos al derecho de amar a nadie más sino a Cristo, al igual que los novios renuncian a amar a nadie más cuando se casan, porque mutuamente se están entregando su vida entera. Y si intentaran amar a alguien más, estarían cayendo en infidelidad.
Todos los problemas de los monjes aparecen cuando olvidan esta importante realidad espiritual. Entramos al monasterio sólo para amar a Dios. Amamos sólo “en Cristo” y esto significa que, en virtud de nuestro amor por Él, somos libres de nuestro propio “yo”, abriéndosenos la posibilidad de amar a todos los demás.
Tristemente, la mayoría de personas ignoran esto. Nos falta entender la noción de “fidelidad”.
(Traducido de: Shiarhimandritul Ioachim Parr, Să nu preferi nimic iubirii lui Hristos, volumul I, traducere din limba rusă de Diana Guțu, Editura Egumenița, 2015, pp. 14-15)