Palabras de espiritualidad

Los sábados de la Gran Cuaresma y la memoria de nuestros difuntos

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

En Cristo, la muerte fue destruida desde sus entrañas y perdió, como dice el Santo Apóstol Pablo, su “aguijón”; ella misma se convirtió en la puerta de entrada a una vida mucho más rica.

Los sábados de la Cuaresma tienen también un tema o dimensión secundaria: la muerte. A excepción del primer sábado, que por tradición está dedicado a San Teodoro Tiro, y del quinto, que es el del Acatisto a la Anunciación, los tres sábados restantes son días de conmemorición comunitaria de todos aquellos que han descansado en el Señor “con la esperanza de la resurrección y la vida eterna”. Esta memoria de nuestros difuntos prepara y anuncia la proximidad del sábado de la Semana de la Pasión del Señor (Semana Santa). Además, representa no sólo un acto de amor, una buena acción, sino que es, de igual forma, un redescubrimiento esencial de “este mundo” como agonizante. En este mundo estamos condenados a la muerte, tal como lo está como el mundo mismo.

Sin embargo, en Cristo la muerte fue destruida desde sus entrañas y perdió, como dice el Santo Apóstol Pablo, su “aguijón”; ella misma se convirtió en la puerta de entrada a una vida mucho más rica. Para cualquiera de nosotros, esa entrada comenzó con nuestra “muerte” en las aguas del Bautismo, que hace que muera en nosotros lo que hasta ahora vivía (“porque habéis muerto” —  Colosenses 3, 3) y viva lo que hasta ahora estaba muerto, porque “la muerte ya no existe”. Una desviación generalizada de la piedad popular del sentido verdadero de la fe cristiana hizo que la muerte fuera percibida nuevamente como algo negro. Esta idea es representada en muchos lugares con la utilización de ropa negra en los entierros y responsos. De cualquier forma, tenemos que saber que, para el cristiano, el color de la muerte es el blanco.

La oración por los difuntos no significa duelo y en ninguna otra parte queda esto más evidenciado que en la relación entre la conmemoración pública de los muertos, en los sábados “ordinarios” y los sábados de la Gran Cuaresma. Debido al pecado y la traición del hombre, el luminoso día de la Creación se hizo día de la muerte, porque la Creación “fue sometida a la vanidad (Romanos 8, 20), y ella misma se hizo muerte. Pero la muerte de Cristo restauró el séptimo día, transformándolo en el día de la re-creación, de la victoria y de la destrucción de lo que hizo de este mundo un triunfo de la muerte. Y el último propósito del Ayuno es el de restaurar en nosotros “la impaciencia de la revelación de los hijos de Dios”, que representa el núcleo de la fe, el amor y la esperanza del cristiano. En esta esperanza fuimos salvados; pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve, ¿cómo puede esperarlo? Si esperamos lo que no vemos, debemos esperarlo con paciencia” (Romanos 8, 24-25). El esplendor del Sábado de Lázaro y la luminosa paz del Santo y Gran Sábado son eso que constituye el sentido de la muerte cristiana y de nuestras oraciones por los difuntos.

(Traducido de: Alexander SchmemannPostul cel Mare, Editura Univers Enciclopedic, București, 1995, pp. 77-78)