Palabras de espiritualidad

Me da miedo contagiarme. ¿Qué puedo hacer?

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Señor, tengo miedo de esto. Te lo confío a Ti. No lo puedo sobrellevar. ¡Apiádate de mí!” Y empiezo a repetir la “Oración del corazón”: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”. El creyente es un hombre por medio del cual Dios puede cambiar el mundo entero.

Debemos tener ese reflejo interior de confiarle a Dios todo lo que nos sobrevenga, incluso este desagradable estado de aislamiento. Es decir, si tenemos la sensación de que nos vamos a desintegrar bajo el impacto de lo que está por venir, que no nos hallamos a buen resguardo, pensemos un poco que talvez no nos hemos confiado totalmente a Dios y que es el momento de hacerlo. Porque esa confianza total en Dios es, de hecho, confiarle a Él cada instante, cada segundo de nuestra existencia.

¡Me asusta infectarme con el virus, lo cual podría suceder, pero que Dios no lo permita! De momento no tengo ningún síntoma, pero estuve cerca de mucha gente que vino a confesarse”. Perdónenme, yo tengo la confianza en Dios de que, aún acercándome mucho a las personas al confesarlas, Él me protege con algo más fuerte que cualquier muro, que el cemento y cualquier otra cosa. ¡Tengo confianza y creo que Dios me protege!

Pero supongamos que siempre hay algún riesgo latente. ¿Qué puedo hacer? Le presento ese temor, ese estrés, ese miedo interior, a Dios. ¿Qué quiero decir con esto? “Señor, tengo miedo de esto. Te lo confío a Ti. No lo puedo sobrellevar. ¡Apiádate de mí!” Y empiezo a repetir la “Oración del corazón”: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”. O si no me puedo concentrar totalmente, digo: “¡Señor, ten piedad! ¡Señor, ten piedad!”, o “¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!”. Luego, ese gesto de confianza interior en Dios es esencial, porque regenera la atmósfera de nuestra sociedad.

Hay algunos que, carentes de fe, actúan bajo la consigna: “hacemos lo que nos piden las autoridades, intentamos ser complacientes, afables... hasta que nos toque a nosotros”. Después de esto vienen cosas un poco más serias. Pero, hasta entonces, decimos: “Ahh... ese virus afecta solamente a los demás o a los ancianos”. ¡No! Nuestra actitud debe ser una de responsabilidad. No refunfuñemos ni ayunemos con gesto de enfado y tristeza, lamentándonos por la forma en que practicamos el cristianismo. ¡No! Ayunemos con la cara lavada, es decir, evitando mostrarles a los demás nuestro esfuerzo espiritual. Con una delicada presencia aferrémonos a Dios en nuestro interior, arrojémonos en Sus brazos y, de esta manera, hagámonos el eslabón hacia algo que abarque a muchos. ¿Por qué? Porque el creyente es un hombre por medio del cual Dios puede cambiar el mundo entero.