Palabras de espiritualidad

Mi corazón sufre y se perturba por los insultos que recibo

  • Foto: Constantin Comici

    Foto: Constantin Comici

Dios es Quien nos manda ese medicamento amargo —pero redentor— para sanarnos de nuestro egoísmo.

¿Quieres entender cuán grande es el mal de la ira? Observa a los individuos que riñen en el mercado o en la calle. Es difícil que puedas ver en ti mismo la fealdad de este pecado, porque, cuando te enfadas, tu mente se turba y pareciera que estuvieras ebrio. Sin embargo, cuando estás tranquilo, perfectamente puedes observar a tus semejantes cuando se enfurecen y entender que lo mismo pasa contigo.

¿Qué es lo que ocurre entonces? Tu pecho hierve, tu boca grita, tus ojos parecieran arrojar llamas, tu rostro se hincha y se vuelve rojo, tus manos se agitan, tus pies saltan como si estuvieras en el circo... Sí, cuando se enfurece, la persona entera se asemeja a un loco, o, mejor dicho, a un asno salvaje que da coces y muerde. ¡Tan terrible y espantosa es la imagen del que se deja dominar por la ira!

Pero... es que mi corazón sufre y se perturba por los insultos que recibo”, te justificas. Lo sé, y por eso me asombran aquellos que no se dejan llevar por la cólera. Y debes saber que, si así lo queremos, todos tenemos la fuerza para impedir que la ira estalle en nuestro interior. ¿Por qué no nos enfadamos en nuestro lugar trabajo, cuando nuestro superior viene y nos reprende? Porque de alguna forma nos da miedo que nos terminen echando del puesto si respondemos con enojo. Entonces, el miedo apacigua la ira. ¿Por qué, cuando regañamos a nuestros subordinados, ninguno de ellos se atreve a decir nada? Porque también a ellos les retiene la mencionada razón, el mismo miedo, pendiendo amenazante sobre sus cabezas.

Como hemos visto, cuando nos insultan quienes son más poderosos que nosotros, es decir, esos que tienen la posibilidad de hacernos mal, soportamos más de lo que podríamos creer. Pero, si quien nos ofende no es alguien que nos inspire temor, no soportamos el insulto. ¿Por qué no pensamos que, tanto en un caso como en el otro, Dios es Quien permite que seamos ofendidos? Dios es Quien nos manda ese medicamento amargo —pero redentor— para sanarnos de nuestro egoísmo. Entonces, no nos encolericemos y no nos opongamos ni a nuestro sapientísimo Médico ni a nuestros semejantes, quienes no son sino los instrumentos que Él utiliza para obrar en nuestra vida. Soportemos las ofensas y las injusticias en silencio, con paciencia y humildad.

(Traducido de. Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieţii, Editura Egumeniţa, Galaţi, pp. 259-260)