Mi gratitud por ser cristiano
Tal es mi suerte, antinatural tal vez, e inesperada: que se me haya concedido creer en Dios y en Cristo, sabiendo, por cierto, lo que dijo Unamuno: “Creer en Dios significa desear que exista, y además comportarse como si existiera”.
¿Cómo me vería yo con el fango de mi pasado, con mi vida desperdiciada y convertida en una pocilga? ¿Cómo? ¡Si no fuera cristiano!
Pero resulta que lo soy. Las campanas ahora también me llaman a mí, amistosas, familiares. El cristianismo conserva en mí algo juvenil, y me mantiene sin aburrimiento, sin decepción, sin amargura, sin enfado.
A la presencia eternamente viva de Cristo le debo el ya no fermentar el resentimiento hacia los demás o hacia mí mismo. Tal es mi suerte, antinatural tal vez, e inesperada: que se me haya concedido creer en Dios y en Cristo, sabiendo, por cierto, lo que dijo Unamuno: “Creer en Dios significa desear que exista, y además comportarse como si existiera”.
Solamente siendo cristiano me visita —contra toda lógica— la felicidad, un extraño ghelir (ganancia obtenida con esfuerzo). Solamente gracias al cristianismo no deambulo por las calles —diurnas, nocturnas— del mundo, tenso, ofendido, en esta ciudad descompuesta por el tiempo como un espacio proustiano. Y no llego a ser yo también —como dice François Mauriac en Destinos— uno de esos cadáveres que arrastra vivos el agua activa de la vida, y no me cuento entre aquellos que aún no han entendido —Hechos 20, 35— que “más bienaventurado es dar que recibir”.
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Jurnalul fericirii, Editura Mănăstirii Rohia, Rohia, 2005, p. 412)