Cuando un alma tiene un buen estado espiritual, el mal mismo la frena, el mundo la ayuda, y aun en el monasterio trae seguridad. A las miróforas no les importó nada más, porque tenían un buen estado espiritual y se habían confiado a Cristo. Si no hubieran tenido ese estado espiritual, ¿a quién se habrían confiado para hacer lo que hicieron?

En la vida espiritual, incluso el más temeroso de los hombres puede llenarse de coraje si se confía a sí mismo a Cristo, a la ayuda divina. Puede correr a luchar en el frente de batalla y vencer. En cambio, los pobres hombres que quieren hacer el mal, aunque tengan valentía, de todos modos temen, porque sienten su propia culpa y se apoyan solo en su barbarie. El hombre de Dios, en cambio, tiene fuerzas divinas y también la justicia de su lado. Pensemos en un perrito que hace “guau, guau”, y hace que el lobo salga huyendo. ¿Por qué huye el lobo? Porque siente culpa. Dios lo dispuso así: que el lobo tema a un perrito, porque este tiene derechos en la casa de su amo. Luego, ¡muchísimo mas grande es el temor del hombre que intenta hacer daño a alguien que tiene a Cristo en su interior!

Por eso, temamos solo a Dios y no a los hombres, por muy malos que sean. El temor de Dios hace valiente incluso al más miedoso. Cuanto más plenamente se une alguien a Dios, menos teme.

Dios te ayudará en tus dificultades. Pero para que Dios le conceda la fuerza divina, es necesario que el hombre también ofrezca lo poco que está a su alcance hacer.

(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Cuvinte duhovnicești, volumul 2, Trezvie duhovnicească, traducere de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, ediția a doua, Editura Evanghelismos, București, 2011, pp. 246-247)