Necesitamos atravesar el abismo de la humildad, para aprender a valorar la vida
Las pasiones heredadas de nuestros padres, nuestras inclinaciones perniciosas trazadas por los antepasados y, encima, nuestros pecados, son las impuridades, el polvo, la suciedad que llenan nuestra alma y que deben ser limpiadas para que el oro que hay dentro nuestro, es decir, la imagen y semejanza de Dios, se haga evidente, limpio y refulgente..
“El oro aparece con el fuego —dice el sabio Sirácides— y los hombres agradables a Dios, en el horno de la humildad”.
Así como el oro bruto, sacado de la tierra, el hombre nace con una multitud de “cuerpos extraños”. Las pasiones heredadas de nuestros padres, nuestras inclinaciones perniciosas trazadas por los antepasados y, encima, nuestros pecados, son las impuridades, el polvo, la suciedad que llenan nuestra alma y que deben ser limpiadas para que el oro que hay dentro nuestro, es decir, la imagen y semejanza de Dios, se haga evidente, limpio y refulgente..
¡He aquí cómo podemos llegar a entenderlo todo, en el horno de la humildad!
Cuando nuestro Señor Jesús se mostró a San Eustaquio Plácido entre los cuernos de un ciervo, le dijo que le enviaría muchos problemas y aflicciones, hasta que alcanzara la “profundidad de la humildad”. Y después que este segundo Job ardió vivo en el horno de la humildad durante quince años, después de perder su esposa e hijos, llegando a ser siervo de un potentado, Dios lo elevó nuevamente al rango de gran comandante, en el ejército de Trajano. Pero antes debió pasar por ese abismo de humildad, para que él y su familia —con quienes luego habría de reencontrarse— pudieran dar testimonio de Cristo frente al pagano emperador Adrián y morir juntos como verdaderos mártires, con el alma humilde y pura de cualquier cuerpo extraño.
(Traducido de: Arhimandrit Paulin Lecca, Adevăr și Pace. Tratat teologic, Editura Bizantină, București, 2003, pp. 61-65)