¡No me creas, Señor!
¿Por qué tendrías que creerme a mí, Señor? Tú no esperas nada de mí. No te engañas, no te haces ilusiones en lo que respecta a mí. No me pides ser digno de Tu amor.
Son ya muchos años. Muchos períodos de ayuno. Muchas confesiones. Muchas comuniones. Miles de oraciones de arrepentimiento. Y, todo eso, seguido de caídas, debilidades y vilezas, de excesos y traiciones. ¿Qué ha quedado? ¿Qué más puedo decir ante Ti?
¡No me creas, Señor, no me creas! En el desierto de esta vida, mi necesidad de devoción es tan frívola como la de aquel “pueblo desenfrenado y despreciable”. El Sinaí está lejos y representa un gran sacrificio. La Gracia parece haberse apartado. ¿De dónde podría sacar tanta paciencia? Más cerca está el becerro de oro de una mente insensata, que las “tablas de carne del corazón”. Soy “duro de cerviz”, y mi palabra no vale lo que “un paño sucio”.
¡No me creas, Señor, no me creas! Si confieso que “he creído en Tu nombre”, debes saber que no hablo con todo mi ser. “Tú Mismo sabes lo que hay en el hombre”. Tú sabes que no hay fuerza ni perseverancia en mí. Mis huesos tiemblan como una hoja, y mi alma cruje como una rama seca cada vez que me embisten vendavales o figuraciones.
¡No me creas, Señor, no me creas! Puede que me haya entusiasmado y encendido proclamando que estoy listo para sufrir, por Ti, “el encierro y la muerte”. La determinación de un hombre soberbio, carente de la fuerza del Espíritu, es como un castillo de arena ante la tormenta. Y no solamente luego de una, sino que ni siquiera después de tantas abjuraciones, mi corazón se ha humillado.
¡No me creas, Señor, no me creas! ¡Cuando prometa que voy a orar y servirte, no me creas! Al igual que Tus discípulos en el jardín de Getsemaní, en la noche de Tu Santa Pasión, me dejo vencer por el sueño de las preocupaciones o el de la indolencia. Y te dejaré Solo, con los brazos abiertos al aire.
¡No me creas, Señor, no me creas! Has hecho milagros conmigo. Incluso me has confiado Tu mismo Cuerpo y Tu misma Sangre, como lo harías con un amigo o un colaborador Tuyo. He caminado suspendido entre la tierra y el Cielo, sobre el mar de tantas tentaciones. Pero siempre he titubeado, justo como lo haría un “hombre de poca fe”. En cada Liturgia he tocado Tu mano y me has librado de la furia de las aguas en la barca que “ni las puertas del infierno” podrán hacer naufragar. ¿Y qué he hecho yo? En vez de seguir mi camino hacia la paz de Tu puerto seguro, siempre he regresado a la agitación de las pasiones.
Al final, ¿por qué tendrías que creerme a mí? Tú no esperas nada de mí. No te engañas, no te haces ilusiones en lo que respecta a mí. No me pides ser digno de Tu amor. Con una delicadeza infinita, me mantienes existiendo. Con una discreción absoluta, me resguardas respetando mi libertad. Con la paciencia de un Enamorado eterno permaneces a la puerta de mi corazón y llamas.
¡No soy digno de confianza, soy digno de estupor! Yo, el que no te cree a Ti, el mismo en quien Tú sigues creyendo, aunque me encuentre en lo profundo del infierno. ¡Y hasta ahí me sigue Tu confianza!
Tú no me crees cuando yo renuncio a Ti. Yo no te creo que aún sigas conmigo. Hasta Tu “desconfianza” supera a la mía. No puedo vencerte con nada. Con nada.