Nuestro nivel de pureza interior nos permite ver la luz de Dios
La verdadera luz no resplandece en todos los corazones humanos en la misma medida. El sol que vemos por la mañana alumbra a todos de manera uniforme, pero en una casa con las cortinas cerradas es poca la luz que puede penetrar.
A quienes tienen dudas en la fe, a los que titubean y a los inconstantes, quienes piensan solamente racionalmente y no se abren a Dios, Él no se les revela. Dios no entra en las almas cerradas, no empuja la puerta, no obliga. Al contrario, Dios se muestra a quienes tienen una fe firme y simple. A estos les da Su luz no-creada. Y se las da abundantemente, ya en esta vida y, en mayor medida, en la vida futura.
Pero no creamos que todos ven con tanta claridad la luz de la verdad. Cada uno la ve según la medida de su alma, de su espíritu, de su formación, de su estado espiritual. ¿Está claro? Por ejemplo, muchos ven una imagen, pero no todos tienen el mismo sentimiento. Lo mismo pasa con la luz divina. La verdadera luz no resplandece en todos los corazones humanos en la misma medida. El sol que vemos por la mañana alumbra a todos de manera uniforme, pero en una casa con las cortinas cerradas o los vidrios sucios es poca la luz que puede penetrar. Por eso digo que lo mismo pasa con la luz no-creada. Si nuestras ventanas tienen los cristales ennegrecidos, si nuestro corazón no es puro, no hay luz que pueda entrar. Nuestras ventanas tienen el vidrio del color del humo, nuestro corazón no se ha purificado, no hay forma de que entre la luz. Créanme, lo mismo sucedió con muchos de quienes ahora reconocemos como profetas y santos. También ellos percibían la luz divina según era la medida de su pureza.
(Traducido de: Ne vorbeşte părintele Porfirie – Viaţa şi cuvintele, traducere din limba greacă de Ieromonah Evloghie Munteanu, Editura Egumeniţa, 2003, pp. 237-238)