¡Oremos por nuestros semejantes y conoceremos el amor de Dios!
Tenemos que orar sin cesar, sin detenernos, sin permitirnos caer en la desidia, porque no hay amor más grande que ese que pasa por la oración. Solamente por medio de la oración se sostiene la Iglesia, teniendo como cimiento la fe y el amor de los hombres. Si oramos los unos por los otros, nos unimos estrechamente, hermanos y hermanas, porque no son nuestras debilidades humanas las que obran, sino la Providencia de Dios.
Cada vez que, en el Evangelio, alguien llama al Señor, está haciendo una oración. Porque la oración es una forma de dirigirte al Señor. ¿Quién se dirigía a Cristo y cómo? La mayoría de veces, personas que sufrían, enfermos y afligidos. Pero también había muchos que oraban por los demás.
El primer milagro que el Señor obró, fue a petición de la Santísima Virgen María en las bodas de Caná. La Santísima Virgen le pidió al Señor que ayudara a esos conocidos que los habían invitado a su boda, porque se habían quedado sin vino. Podemos considerar esa petición como la primera oración de mediación de la Madre del Señor. Acordémonos del paralítico que le llevaron a Cristo, cuando sus amigos, mientras lo bajaban por el techo de la casa, le pidieron que lo sanara. El Evangelio dice que Jesús, viendo su fe, lo sanó (Mateo 9, 1-12). Acordémonos también de la mujer siro-fenicia que le imploró al Señor que sanara a su hija (Mateo 15, 22-28), y del padre sufriente que le llevó a su hijo que padecía de epilepsia, y que le dijo: “Creo, Señor, pero ayuda a mi falta de fe” (Mateo 17, 14-18).
Examinemos con atención esas oraciones pidiendo por otros. No se trata de una oración para librarme de mi propia desgracia, o pidiendo por mis propias necesidades o mi propia enfermedad, sino una oración pidiendo por el otro, quien sufre. Esta oración siempre es atendida, porque, al pronunciarla, el amor propio se ve disminuido, mientras sale a luz nuestra actitud de generosidad para con los demás. Por eso, la oración por el otro, la mayoría de veces, es más preciosa ante los ojos del Señor que la oración que hacemos por nosotros mismos.
Desde luego, alguien preguntará: “¿Por qué el Señor no puede cumplir las peticiones de quienes oran pidiendo por sí mismos? ¿Por qué es necesario que alguien interceda por nosotros? ¿Acaso no somos todos igual de pecadores?”. Con todo, cuando vamos a la iglesia o cuando empezamos a orar, cuando nuestro corazón se rompe por alguien y cuando presentamos ante el Altar nuestro pesar por el dolor del otro, en ese momento nuestra alma vuela hacia el Señor. No solamente nuestra alma se eleva, sino que, a pesar de la distancia, la oración puede alzar también a aquel por quien oramos. Se puede decir que ambos salimos de este mundo, ambos nos desprendemos de lo terrenal. Y, entonces, todas las leyes terrenales quedan atrás, al igual que todas nuestras tribulaciones, nuestra enfermedad, las tentaciones que enfrentamos …
Cada persona que ora por sus amigos y conocidos, sabe cuán poderosa es la oración. Cada uno sabe que a veces podemos sentir las oraciones que otros elevan por nosotros. Recordemos aquel famoso poema de guerra, al cual alguien le puso música y que se llama “Espérame”, autoría de Constantino Simonov. En este poema, un hombre que había partido a la guerra, dice: “Esperándome, me salvaste”. De hecho, no era simplemente una espera, sino una oración, quizá inconsciente, por un hombre que en esos momentos luchaba por su patria. Muchas personas, incapaces de orar, elevaban sus corazones a Dios, y Él escuchaba sus íntimas plegarias.
Esta es la razón por la cual, cada día, cuando nos presentamos ante Dios, tenemos que orar por que se haga Su voluntad, y después pedir por los demás. Tenemos que orar sin cesar, sin detenernos, sin permitirnos caer en la desidia, porque no hay amor más grande que ese que pasa por la oración. Solamente por medio de la oración se sostiene la Iglesia, teniendo como cimiento la fe y el amor de los hombres. Si oramos los unos por los otros, nos unimos estrechamente, hermanos y hermanas, porque no son nuestras debilidades humanas las que obran, sino la Providencia de Dios.
Si nos damos cuenta de que no podemos ayudar a una persona con nuestros actos o nuestras palabras para apartar su sufrimiento, o para ayudarle a sanar, recordemos que tenemos al Señor y el sólido y poderoso soporte de la oración. Pongámosla en acción, verifiquémoslo, oremos con fervor y con todas nuestras fuerzas por aquellos a quienes amamos: veremos que nuestra oración, por débil que parezca, da frutos, porque el poder de Dios se manifiesta en ella.
Al orar, entenderemos que es culpa nuestra que nos parezca que el Señor está lejos. Si lo llamamos, orando por nuestros semejantes, Él siempre estará con nosotros, siempre lo sentiremos aquí y ahora. Cristo Mismo dijo: “Donde hay dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mateo 18, 20) y “Lo que pidáis en Mi nombre, Yo lo haré” (Juan 14, 13). ¡Oremos, pues! ¡Oremos por nuestros amigos, por nuestros conocidos, por todos, y conoceremos el amor de Dios!
(Extracto del libro del padre Alexander Men, El cristianismo apenas empieza)