Palabras de ánimo para nuestros hermanos de Altar
Estamos llamados, en estos momentos de prueba para nuestro país, a reforzar nuestra oración. Levantemos nuestra tienda para protegerlo desde la posición que Cristo nos dio: defensores de la fe e imagen de la mansedumbre. Estaremos solos, sí, pero para proteger a nuestro pueblo. Viviremos por medio de la oración y la cordialidad. Es perceptible la necesidad de una consejería espiritual para un pueblo desorientado por el temor y la dictadura de la enfermedad.
Hagámoslo con amor y sensatez. Mantengamos encendidas las candelas sobre el Altar, sin hacer de esto un motivo de “orgullo profesional”. Ahora queda evidenciado que la Iglesia es una parte integrante de la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) de nuestro país. Pongamos las rodillas sobre la tierra y el alma a los pies de la Cruz de Cristo. ¡Seamos valientes y demos testimonio, con nuestras homilías, de la Gracia y el poder del Señor! Estamos en uno de los más importantes ayunos de Cuaresma de la historia moderna de nuestra nación. Pero, más allá de cualquier palabra, que nuestros actos demuestren que a la Iglesia le importa, que no tenemos una Ortodoxia compuesta de “ustedes” y “nosotros”. Que no tenemos un cristianismo parecido a una reserva mística.
Somos hijos de Dios. Oremos por todos. Recordemos en nuestras plegarias también a los sacerdotes misioneros en el extranjero. Son esos “colegas” nuestros a quienes les falta la Divina Liturgia. ¡Celebremos los oficios litúrgicos con dos, tres, miles de corazones en el nuestro! Somos todos. No falta nadie. Vivos y muertos somos Iglesia. ¡Necesitamos los unos de los otros para hacer frente a los difíciles momentos de ahora, para que podamos vivir por completo la Alegría de la Resurrección! Porque, no es posible que haya alguien que resucite solo, cuando suceda la Segunda Venida. No rebajemos nuestra homilía a palabras atemorizantes o de juzgar al prójimo. ¡Es suficiente! El juicio es cosa del Señor. Nuestra es la voz que puede llamar a la contrición y la valentía, así como al honor de ayudar al prójimo.
No estamos desarmados. Tenemos las armas más poderosas. ¡Son las del Espíritu Santo! No nos permitamos distraernos o desfallecer. Revistámonos, en palabras del Apóstol Pablo, con la armadura de la fe y el amor, cubriéndonos con el yelmo de la esperanza en la salvación (I Tesalonicenses 5.8). ¡Aprendamos nuevamente a repetir, como aquellos ancianos monjes de un relato que todos conocemos, “Nosotros, tres. Ustedes, Tres. Tengan piedad de nosotros”! ¡Y de nuestro país!