Para no descuidar el trabajo en nuestra salvación
Tenemos que perseverar en el arrepentimiento. Porque pronto vendrá la noche, y entonces será imposible seguir trabajando (en nuestra salvación). Viene la muerte, sin anunciarse, y nos encuentra anegados en nuestros pecados. ¡Tenemos que estar preparados para ponernos en camino!
En cierta ocasión, un fiel vino a buscar al anciano Vicente Mălău, y le dijo:
—Padre, R. me ha causado un sinfín de tormentos. Simplemente, no lo soporto más. ¿Qué debo hacer?
—Escúchame, hijo. No te perturbes en vano contra tu hermano. Él no tiene la culpa de nada. El verdadero culpable de todo es el demonio. Luego, no rompas el lazo de amor que te une con tu semejante, porque ese vínculo es mucho más valioso que cualquier otra cosa en este mundo.
En otra oportunidad, un grupo de monjes le pidió:
—Padre Vicente, díganos algo que nos sea de alimento para el alma.
—Hermanos, hay una sola cosa que Cristo nos preguntará cuando llegue el Día del Juicio: ¿por qué no nos arrepentimos? ¿Por qué no hemos llorado por nuestras faltas? ¿Por qué permitimos que nuestras lámparas se quedaran sin aceite y se apagaran? Luego, queridos míos, tenemos que perseverar en el arrepentimiento. Porque pronto vendrá la noche, y entonces será imposible seguir trabajando (en nuestra salvación). Viene la muerte, sin anunciarse, y nos encuentra anegados en nuestros pecados. ¡Tenemos que estar preparados para ponernos en camino!
Un día, una monja le preguntó:
—Padre, una pariente ha venido a visitarnos. ¿Tenemos permitido hospedarla en nuestra celda?
—Escúchame, madre. No tienes permitido acoger a nadie en tu celda. Para eso está la casa de peregrinos del monasterio. Porque la celda del monje es su iglesia, su morada más secreta, pero también su lugar de trabajo. Y hablar con los laicos sofoca el llanto del monje, extingue la candela de su oración y aparta a Cristo de su corazón.
Si veía a algún monje causando que otros pecaran en el monasterio, el padre le decía:
̶—Hijo, creo que lo mejor es que te vayas del monasterio antes del ocaso, porque aquí lo que hay es fuego. Este es un lugar santo, en donde cientos de almas oran a Cristo. Aquí, las oraciones y las postraciones no cesan, y las candelas de las monjas no se extinguen. Por eso, aquí tienes que entrar con sigilo y delicadeza, despacio, con la mirada dirigida hacia abajo, sin hablar con nadie y con la mente puesta en la oración, porque un monasterio es un lugar santo.
(Traducido de: Arhimandrit Ioanichie Bălan, Patericul românesc, Editura Mănăstirea Sihăstria, pp. 567-568)