Para someter a nuestro viejo ‟yo”
Desvistámonos diariamente de nuestro “yo” viejo, para ataviarnos decidida y perseverantemente con el Hombre Nuevo, permaneciendo siempre en Él.
Este es un breve relato de algo que ocurrió en las montañas de Baviera (Alemania). Un hombre atrapó una cría de oso y la domesticó, haciéndola su mascota. Como es natural, con el paso del tiempo el animal se fue haciendo cada vez más grande y fuerte.
Un día, el hombre salió a pasear al bosque con el (todavía) osezno. ¿Qué fue lo que pasó? Que en el pobre animalito se despertó el instinto salvaje, y se abalanzó sobre su amo. Fue una lucha muy dura. Finalmente, gracias a que era más grande y fuerte, el hombre consiguió someter al animal, hasta sujetarlo firmemente con una cuerda. Bien, lo mismo ocurre con nuestro viejo “yo”. No creamos que lo hemos “domesticado”, que nos obedece, que ha dejado de ser peligroso. El “oso” que hay en nosotros, el animal de nuestro “yo”, ese viejo ser que aún late en nuestro interior, se puede enfurecer y subyugarnos en cualquier momento. Aquí ya no se trata de amansarlo. Ese viejo “yo”, el “oso” que hay en nuestro interior, debe ser sometido hasta matarlo con eso que llamamos “renacimiento”. Y si no podemos hacer esto, al menos intentemos mantenerlo atado con la cadena del Gólgota, sin permitirle la menor indulgencia de nuestra parte.
Tal como aquel osezno volvió a su estado anterior, rebelándose contra su dueño, también quienes han sido “amansados” por medio de las Divinas enseñanzas y Sacramentos, a menudo vuelven a su antigua forma de ser, alzándose contra todas las disposiciones de la fe y sublevándose en contra de su Creador, Salvador y Redentor. Desvistámonos diariamente de nuestro “yo” viejo, para ataviarnos decidida y perseverantemente con el Hombre Nuevo, permaneciendo siempre en Él (Efesios 4, 22-24; Colosenses 3, 1-10).
(Traducido de: Protosinghelul Nicodim Măndiţă, Luxul şi împodobirile ruinează sufletul, Editura Agapis, 2011, p. 138)