¡Paz, paz, Señor!
Debemos reconciliarnos sin demora con nuestro hermano, para no vernos privados de la Gracia de Dios que santifica nuestro corazón.
La paz es un don divino que se concede abundantemente a quienes se reconcilian con Dios y cumplen Sus santos mandamientos. La paz es luz, y por eso huye del pecado, que es tinieblas. El pecador nunca tiene paz. Esforcémonos en la lucha contra el pecado y no nos turbemos cuando las pasiones se despierten dentro de nosotros, porque cuando, en esa lucha, logramos vencerlas, el mismo arrebato de las pasiones se convierte en causa de paz y de alegría.
“Buscad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12, 14).
La paz y la santidad son dos condiciones necesarias para quien anhela contemplar el rostro de Dios. La paz es el fundamento sobre el cual se asienta la santidad.
La santidad no puede pervivir en un corazón turbado o colérico. La ira, cuando se arraiga largo tiempo en el alma, conduce a la enemistad y al odio contra el prójimo. Por eso, debemos reconciliarnos sin demora con nuestro hermano, para no vernos privados de la Gracia de Dios que santifica nuestro corazón.
Quien está en paz consigo mismo, está también en paz con su prójimo y con Dios. Una persona así se ha santificado, porque el mismo Dios habita en su interior.
(Traducido de: Sfântul Nectarie al Pentapolei, Învăţături, Ed. Evanghelismos, 2008, pp. 22-23)
