Pensar antes de actuar
Cuando la oración antecede nuestras acciones, no es la “espuma” de nuestra mente quien dicta lo que hay que hacer, sino un razonamiento que ha sido santificado.
Se necesita de mucha atención, prudencia y discernimiento para que el bien se haga correctamente y sea de provecho, porque, de lo contrario, en vez de ayudar, podría hasta demonizar al otro. Luego, el bien que planeamos hacer primero tiene que madurar, porque si lo hacemos cuando aún está “verde”, es decir, si actuamos impulsivamente y de un golpe, más tarde puede haber problemas y hasta podríamos causar sufrimiento a alguien. Los asuntos más serios, si se demoran un poco, después se resuelven rápidamente y de la forma debida. Puede que alguien tenga una mente rápida y aguda, pero también un poco de vanidad y de amor a sí mismo, y en todo lo que haga sean estos dos últimos aspectos los que predominen, aunque él no se dé cuenta. Por ejemplo, un perro de caza, cuando avanza despacio, pero con toda su atención puesta en lo que hace, aunque no sea un “pura raza”, seguramente encontrará las huellas de la liebre. En tanto que otro, aunque tenga pedigrí y esté bien entrenado, si se apresura, aun buscando a diestra y siniestra, no encontrará nada. La acción realizada antes de ser pensada es una muestra de orgullo. Por eso, que nadie se apresure en actuar, sino que primero ore y medite. Cuando la oración antecede nuestras acciones, no es la “espuma” de nuestra mente quien dicta lo que hay que hacer, sino un razonamiento que ha sido santificado.
Incluso las personas más “espirituales” pueden terminar procediendo como si Dios no existera. No le dan Su lugar a Dios para que sea Él quien actúe. Dios sabe cómo hacer las cosas. Aunque contamos con diversos medios espirituales para resolver ciertas situaciones espirituales de magnitud, seguimos actuando de forma mundana. Cuando estuve en Sinaí, un almuédano (religioso musulmán) venía cada viernes al monasterio, se subía al minarete de una ventana que había ahí, y comenzaba a dar voces. ¡Y cómo lo hacía…! Su voz se oí hasta la ermita de Santa Epistimia. Poco tiempo después, el monasterio decidió cerrar la puerta los viernes, para que el almuédano ya no pudiera entrar. Yo desconocía esa decisión. Un día, cuando volvía al monasterio, me encontré con él; venía caminando rápidamente y su rostro no podía ocultar el profundo enfado que le embargaba. “¡Ya verán!”, me advirtió. “¿Por qué cerraron la puerta, impidiéndome entrar al monasterio?”. “Seguramente la cerraron para que ya no entren los camellos. No creo que no te quieran dejar entrar”. Más tarde, hablando con el stárets, le conté lo sucedido. Entonces, un secretario me dijo: “¡Ya verá ese almuédano! ¡Yo le enseñaré…! Voy a enviar una carta al gobierno, diciéndoles que ese hombre nos crea problemas”. “Escucha”, le dije yo, “la Ortodoxia no procede de esa manera. Hagamos unas vigilias, cantemos a los Padres Sinaítas, a Santa Catalina…Y dejems que sea Dios quien tome la palabra. Voy a ir a orar arriba”. También les pedí a otros monjes que oraran al mismo tiempo que yo, y, en ese mismo instante, el almúedano recibió como una bofetada que lo decidió a irse del lugar. Sencillamente, desapareció. Porque, aunque se hubiera cerrado la puerta, el gobierno habría entendido que no era cierto que el musulmán nos estaba presionando, y eso habría creado más problemas. El almuédano seguramente habría dicho que los monjes le habían cerrado la puerta, porque todos los viernes solía ir al monasterio. Sobra decir que con esto le habría causado un gran perjuicio al monasterio.
Otro musulmán, mucho tiempo antes, vio el Sinaí y quiso construirse una casita en la cima de Santa Catalina. Se enfermó y tuvo que renunciar a su empresa. Al poco tiempo, murió. Más recientemente, vino uno más, diciendo que quería construir algo, pero también murió. Por eso, lo mejor no es basarnos únicamente en nuestras humanas acciones, sino orar y pedirle a Dios que sea Él quien actúe.
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Cuvinte duhovnicești, vol.2, Trezire duhovnicească, traducere de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, Ed. a 2-a, Editura Evanghelismos, București, 2011, pp. 78-80)