Por medio de la Comunión volvemos siempre a casa
Humilla, tanto como puedas, tu corazón y vuelve, como el hijo pródigo, a la casa de tu Padre y con lágrimas clama: “He pecado contra el cielo y contra ti y no soy digno de ser llamado hijo Tuyo. Cuéntame entre tus jornaleros”. Llora como el cobrador de impuestos y dí, “¡Oh, Dios, puríficame, que soy pecador!”.
Ante todo, levanta tus ojos y ve la infinta Grandeza e Inmensidad del Señor. Porque de esta misma manera se encuentra en el Pan y el Vino, siendo la misma divina Grandeza que creó al mundo, ante la cual se estremecen toda la creación y los cielos, de la cual el sol recibe su brillo y ante la cual los ángeles se presentan con temor, alabándolo y glorificándolo incesantemente.
Que cada uno entienda, pues, con qué temor y estremecimiento debe dirigirse a comulgar. Por eso, Pablo clamaba: “Que cada uno pruebe su conciencia y así consuma de este Pan y beba de esta Copa, porque el que lo come y lo bebe sin merecimiento, está condenando su alma, porque no está honrando como es debido el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo”. Si los hebreos tenían ya esa devoción ante el Arca de la Alianza, que era sólo sombra e imagen, ¿cuánta más deberías tener tú, cristiano, para ser digno recibir a Dios en tu corazón? Si examinas la naturaleza de tu ser y tus innumerables pecados, te humillarás y dirás, entre lágrimas: “¿Cómo podría atreverme yo, el peor de los gusanos, a recibir, sin miedo y sin estremecimiento a semejante Señor, cuando he cometido tantos pecados y faltas en contra Suya? ¿Cómo podría entrar el Altísimo en mi corazón, que tantas veces se ha hecho morada de monstruos y nido de serpientes?”.
Humilla, tanto como puedas, tu corazón y vuelve, como el hijo pródigo, a la casa de tu Padre y con lágrimas clama: “He pecado contra el cielo y contra ti y no soy digno de ser llamado hijo Tuyo. Cuéntame entre tus jornaleros”. Llora como el cobrador de impuestos y dí, “¡Oh, Dios, puríficame, que soy pecador!”. Acércate a esta Mesa con tanto recato y humildad, como podría tener una mujer hacia su esposo luego de serle infiel. Y siendo ya perdonada por éste, no se atreve a mirarlo a los ojos jamás, acordándose permanentemente de su error y de la bondad recibida por parte de ese a quien ha ofendido.
Tanta contrición, y aún más, nos muestra el Divino Novio en este Sacramento, recibiendo en Su casa y en Su mesa el alma de quien con sus pecados lo ha abandonado, haciéndose concubina del maligno y compliendo ciegamente con todo lo que éste le dicta, pero, finalmente, volviendo a Dios. Y Dios, al verla venir, no sólo no la rechaza ni la reprende, sino que corre a recibirla en Sus brazos.
(Traducido de: Monahul Agapie Criteanul, Mântuirea păcătoșilor, Editura Egumenița, 2009, pp. 372-373)