Por medio de la oración entramos en la vida divina
La oración hacia este Dios del amor y la humildad se eleva desde lo profundo de nuestro ser. Cuando nuestro corazón está lleno de amor a Dios, somos completamente conscientes de nuestra cercanía con Él.
Dios Todopoderoso nos llama desde la nada. Por esencia hemos sido creados de la nada, pero esperamos también consideración y atención por parte de Dios. Entonces, en un momento dado, el Todopoderoso se nos revela en una humildad infinita. Esa revelación inunda nuestro ser entero e instintivamente nos postramos en adoración. Y aún esto no parece ser suficiente: por mucho que intentemos humillarnos ante Él, no podríamos compararnos con Su humildad.
Es así como la oración hacia este Dios del amor y la humildad se eleva desde lo profundo de nuestro ser. Cuando nuestro corazón está lleno de amor a Dios, somos completamente conscientes de nuestra cercanía con Él, aunque sabemos bien que no somos más que polvo y arcilla (Génesis 3, 19).
Con todo esto, en la manifestación visible de nuestro ser, el Dios eterno trazó la semejanza de Su Ser invisible, de forma que pudiéramos conocer la eternidad. Por medio de la oración entramos en la vida divina, y Dios, orando en nosotros, se hace la vida no-creada que nos inunda. Creándonos a Su imagen y semejanza, Dios nos puso ante Él no como una criatura enteramente sometida, sino como un hecho dado (datum) aún para Él, como seres libres. Y, en virtud de este hecho, las relaciones entre el hombre y Dios se basan en el principio de la libertad. Cuando abusamos de esa libertad y pecamos, le estamos volviendo la espalda a Dios. Esta libertad de volverle la espalda a Dios es un aspecto negativo y trágico del libre albedrío, pero es una condición indispensable para que podamos participar de una vida verdaderamente divina, una vida que no puede ser predeterminada.
Luego, tenemos dos alternativas diametralmente opuestas entre sí. Rechazar a Dios, que es la misma esencia del pecado, o volvernos hijos Suyos. Debido a que fuimos creados a semejanza de Dios, naturalmente deseamos alcanzar la perfección divina que está en nuestro Padre. Así, cuando seguimos ese anhelo, no nos sometemos a la dictadura de una fuerza exterior, sino que simplemente obedecemos nuestro impulso de asemejarnos a Su perfección. “Sed pefectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mateo 5 , 48).
(Traducido de: Arhim. Sofronie Saharov, Rugăciunea, experiența Vieții Veșnice, Editura Deisis, p. 77-78)