Palabras de espiritualidad

¿Por qué fue que el Señor murió en la Cruz?

  • Foto: Constantin Comici

    Foto: Constantin Comici

El Padre me ama, porque Yo doy Mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy Yo por Mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de recobrarla. Tal es el mandato que he recibido de Mi Padre” (Juan 10, 17-18).

Últimamente —y con cierta frecuencia—, he encontrado, en la prensa y en distintos sitios web, una suerte de intento de confrontar la actitud de los ortodoxos y la de quienes pertenecen a otras confesiones. Se trata de aseveraciones como: “Los ortodoxos le apuestan a la fe para salvarse del virus”, en tanto que el resto de los cristianos “hablan de un equilibrio entre fe y razón”. Que las cosas no son precisamente así, en lo que respecta a los ortodoxos, es fácil de constatar para cualquier periodista honesto. Todos los canales oficiales de la Iglesia nos llaman a una doble acción. 1) La primera, de carácter humano, respetando las medidas dictadas por las autoridades, concernientes a la higiene, la distancia social, etc. A esto se suma, por supuesto, una larga lista de actividades filantrópicas, especialmente en apoyo a los hospitales o a las personas afectadas por esta crisis. 2) La acción espiritual, que consiste en intensificar el arrepentimiento, la oración y el ayuno. Prueba de esto son las recientes directrices del Patriarcado de Rumanía, relativas a la Semana Mayor y la celebración de la Santa Pascua.

Pero lo que más me sorprendió —por no decir que me dejó pasmado— fue la “pregunta retórica” de un teólogo católico, en el contexto de una conversación con un periodista: “Si Jesús creía ¿tendría que haber muerto? ¿O no? Y Él creía. Era Dios. Pero, con todo, murió” (estas son sus palabras textuales). En otras palabras, si Jesús fue vulnerable ante la muerte, ¿quiénes somos nosotros para “creer” que podemos librarnos de contaminarnos con el nuevo coronavirus y, eventualmente, de morir? No vi que dicha persona se retractara de tal declaración, así que voy a asumirla como tal.

En primer lugar, debo precisar que yo mismo, en incontables situaciones, he llamado la atención sobre el hecho de que ser creyente no significa que ya eres inmune a las enfermedades. Por otra parte, y con toda rotundidad, recibir la Santa Comunión no puede causar ninguna enfermedad. En lo demás, la mayoría de creyentes somos igual de vulnerables que el resto de humanos. Muchos santos sufrieron por causa de la enfermedad, incluso varios que ahora consideramos taumaturgos (que obran milagros de sanación). Nuestro Señor tuvo y tiene una naturaleza humana —por Su Encarnación—, tal como tiene una naturaleza divina, que proviene “desde antes de los tiempos”. Como Hombre, sí, conoció el hambre, la sed, el cansancio, el dolor, el pesar, las lágrimas. Finalmente, conoció también la muerte…  ¡Pero no porque no haya tenido otra elección, o porque no le quedaba más que hacer!

Muchas veces quisieron matar al Profeta, al Maestro, al “Hijo de María”, como en Nazaret, cuando comenzaba a predicar (Lucas 4, 16-30). Y no lo consiguieron, porque Él no lo permitió. A Pedro, que había desenvainado la espada para defenderle en el jardín de Getsemaní, en aquella noche en la cual “Se entregó a Sí Mismo” a aquellos que querían matarle, le dice con firmeza: Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán. ¿O piensas que no puedo Yo pedirle a Mi Padre, que pondría al punto a Mi disposición más de doce legiones de ángeles? (Mateo 26, 52-53). A Pilato, que se había arrogado el derecho de liberar o crucificar, Cristo le dice: “No tendrías contra Mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba” (Juan 19, 11). Así, Él acepta voluntariamente el sufrimiento: ser abofeteado, escupido, azotado, insultado y, después de todo esto, ser clavado en la Cruz. La naturaleza humana sufrió todo esto, solamente porque el Señor así lo quiso y porque no utilizó su fuerza divina para defenderse o al menos atenuar en algo el dolor.

Pero ¿por qué no utilizó todo el poder divino para detener de una vez tanta injusticia? Finalmente, hasta los hebreos esperaban una señal clara: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. ¡Que baje de la cruz y creeremos en él! Que Dios lo libre ahora, si es que lo ama, puesto que ha dicho: Soy hijo de Dios” (Mateo 27, 42). No lo hizo, precisamente porque asumió hasta las últimas consecuencias la debilidad del hombre. Solamente eligiendo voluntariamente soportar los tormentos, las ofensas y la muerte — ¡pero no por necesidad! —, Jesús puede decir, después de Su Resurrección: “Tranquilizaos; Soy Yo, no tengáis miedo (Marcos 6, 50). Cristo bien hubiera podido, en perfecta libertad, demostrar que “el amor es más fuerte que la muerte”. Ese coraje y esa convicción se transmitieron de generación en generación en la Iglesia y nos alcanzan también a nosotros, especialmente en estos días de prueba y turbación.

Entonces, el Señor, “murió cuando así lo quiso” (Venerable Eutimio Zigabeno) porque “era Señor sobre la muerte y todo lo hacía según Su poder” (Venerable Teofilacto). San Juan Damasceno nos llama la atención sobre un versículo del Evangelio: “Y Jesús, dando un fuerte grito, entregó Su espíritu” (Marcos 15, 37). Con ese “grito fuerte”, entendemos que el Señor le ordenó a la muerte que se acercara, y ella vino “como una sierva, con temor y sobrecogimiento”. Luego, la muerte no se atrevió a acercársele ni siquiera cuando Él estaba clavado en la Cruz, cuando Su Cuerpo ya no tenía fuerzas, deshidratado y perdiendo sangre profusamente. Otro argumento patrístico para fundamentar la afirmación de que el Señor decidió cuándo morir, lo encontramos en el versículo: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: Todo está cumplido. Y, luego de inclinar la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19, 30). Cuando un hombre muere crucificado, siempre se inclina después de haber entregado su espíritu, al quedar su cuerpo exánime. Este detalle —que primero inclinó la cabeza y después entregó Su espíritu— fue consignado por el evangelista, precisamente para remarcar que el Señor eligió cuándo habría de suceder la separación de Su alma del cuerpo. Otros santos, como San Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa o Gregorio Palamás nos enseñan que el cuerpo mortal del Señor fue como un señuelo por el cual el demonio también probó la muerte, y la Cruz es, así, como una caña de pescar.

Por tanto, anticipando que algunos habrían de tergiversar Su sacrificio, deseando también prepararnos para este momento y fortalecernos en la fe y en el correcto entendimiento de esta acción, en la prédica que pronunció en Jerusalén, cuando la “Fiesta de la Dedicación del Templo” (Juan 10, 22), el Señor nos revela el Misterio de la Crucifixión: “El Padre me ama, porque Yo doy Mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy Yo por Mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de recobrarla. Tal es el mandato que he recibido de Mi Padre” (Juan 10, 17-18).

Entonces, Cristo no murió en la Cruz “a pesar del hecho de que Él creía/era Dios” (¿¡!?). Murió, porque eligió hacer la voluntad del Padre, porque sólo por medio de esta muerte podía salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado y la muerte, es decir, de la esclavitud a la que el demonio la tenía sometida. Murió por amor a nosotros. “¡Murió en la Cruz, no por la cruz!”.  Por eso es que el himno pascual dice: “pisoteando a la muerte con la muerte”. ¡Ni siquiera una pandemia como la que actualmente enfrentamos o cualquier otra desgracia podrían cambiar esta verdad dogmática! Cuidémonos de la tentación de descender a Cristo a la medida de nuestras debilidades, de entender Su Sacrificio y Crucifixión en un aspecto meramente anatómico o biológico. ¡Es suficiente con que los Santos Misterios hayan empezado a ser sometidos a toda clase de análisis epidemiológicos!...